Ser y Devenir 103

Sólo quiero regresar a casa.

Desperté de noche en el hospital Ángeles, me lo dice el logo azul con fondo blanco en una tarjeta a un lado del teléfono en el buró informándome mi situación psicosocio-espacial y, aún anestesiado en aquel sitio, agudamente desorientado y hondamente confundido, todo me daba vueltas cuando, al mismo tiempo, me percataba amarrado de las manos en ambos barandales de la cama.

¿Qué hago aquí?

Estoy atrapado en un espacio controlado, aún preso en el desconocimiento de las causas y sujeto a los mecanismos violentamente institucionales de salubridad. Una enorme habitación, luces ocre repartidas en elegantes lámparas y madera fina por todas partes. El suero goteando, el oximetro tintineando y el electrónico sonido del ritmo cardiaco.

Ya me acordé.

En el sillón yacía mi abuelo dormido, tapado con su gabardina negra y sujetando su sombrero con la mano izquierda. En la ventana, por la luna llena, se distingue el cerro del Ajusco. Me sentía dormido de la mente. Las nubes peinando el aire, pintando las estrellas y diseñando el cielo color violeta. Comencé a mover mi muñeca derecha, en círculos, intentando aflojar el nudo protegido por una gruesa tira de gasas y vendas. No obstante, el amarre cedía progresivamente, lentamente, incluso de manera suave y gradualmente, pausadamente. Libero mi mano derecha y ésta, a su vez, libera a la izquierda. Me quité el oxígeno, me despegué los cables adheridos a mi pecho y me arranqué la aguja del suero. Me pongo de pie cauteloso, sigiloso y discreto, especulando la reacción del viejo. Despegué mi pie descalzo del piso y mi abuelo tosió dormido. Otra vez quedo inmóvil, atento y no queriendo despertar sus sentidos. Lo observé unos momentos y, luego de un instante de suspenso, aspiró hondo para volver a adentrarse en su sueño. Siempre está armado. Abrí la puerta, me asomé al pasillo y, al fondo, estaba Fidel y varios de sus hombres vigilando; dejé de asomarme cuando dos de ellos voltearon sintiendo, seguramente, la insondable mirada de mi alma atormentada.

Tengo que salir de aquí.

Al otro lado del pasillo están las escaleras de emergencia. Volví a asomarme y los hombres de Fidel platicaban distraídos. Es el momento. Crucé corriendo el pasillo esperando no ser visto. Funciona, desciendo por las escaleras sin sentir a nadie cerca. El aire frío me hizo tener conciencia de que lo único que me cubría era la bata de paciente, tapado completamente por delante pero abierta por detrás, empero, ni el aire helado pudo detenerme. Bajo corriendo las escaleras a toda velocidad hasta el piso de urgencias. No lo sabía hasta que entro resbalando por una de las salas. Algunos voltean, pero todos continúan en lo suyo cuando me levanto. Caminé disimulando hacia la puerta que da a la calle cuando descubro a dos bonitas enfermeras platicando, una castaña de ojos negros y otra morena de ojos claros. Me detengo en automático. Giré para saludarlas pero, cuando me voltearon a ver, apareció un médico preguntándome qué hacía allí y por qué estaba levantado de la cama en solitario. Me echo a correr hacia la calle.

Mi corazón estallando en cada paso, el piso sangrando las plantas de mis pies y el aire en mi cara lacerando mis ansias.

En la esquina de Insurgentes vi detenerse un eterno rojo del metrobús, crucé la calle siguiendo a algunos expertos en el último viaje de la noche y, deslizándome sutilmente bajo el torniquete, me subí a la parte delantera exclusiva para mujeres. Todas me miraron sorprendidas al notar mi bata de hospital con el trasero de fuera, pero ninguna me reclamó y, por el contrario, una señora me preguntó condescendientemente si me sentía bien y si podía ayudarme en algo.

—¿Cuántos años tienes?

—Quince —contesté.

Me sonrió bellamente, cerré los ojos apenado y, aún de pie, sorprendentemente, al abrirlos ya estaba en Indios Verdes. ¿Dormí, viví o soñé?

            ¿Qué pasó durante el viaje?

Las puertas se abrieron, antes de salir un policía quiso interrogarme pero lo esquivé huyendo y nuevamente corriendo.

            No veas directamente a nadie.

Intenté —ingenuamente— abordar un autobús del ADO, pero no sólo se me quedaron viendo como si fuese un demente sino que me impidieron el acceso e intentaron detenerme y corrí huyendo cuando llamaron a una patrulla para solicitarle detenerme.

El camino, mi camino, el destino…

Caminé por la carretera un buen rato, un camionero se detuvo y, luego de ofrecerse a llevarme con preguntas raras, opté por rechazar su ride. Luego se detuvo un auto con una pareja, ambos raros y con mirada de locos, preferí rechazar su propuesta de aventón y seguir caminando. Finalmente, una camioneta Mercedes color plata con un grupo de muchachos de veinte años, tres chavas y dos chavos. Cinco en total.

Me subo.

Uno de ellos, antes del amanecer, morirá.

 

Continúa 104

Por: Serner Mexica

Filósofo por la UAM, estudió la Maestría en la UNAM y el Doctorado en la Universidad de La Habana. Fue Becario de Investigación en El Colegio de México y de Guionismo en IMCINE. En 2007 obtuvo el Premio Nacional de Dramaturgia EMILIO CARBALLIDO por su obra "Apóstol de la democracia" y en el 2011 el Premio Internacional LATIN HERITAGE FOUNDATION por su tesis doctoral "Terapia wittgensteiniana".






EL INDIO FILÓSOFO - Serner Mexica

Filósofo por la UAM, estudió la Maestría en la UNAM y el Doctorado en la Universidad de La Habana. Fue Becario de Investigación en El Colegio de México y de Guionismo en IMCINE. En 2007 obtuvo el Premio Nacional de Dramaturgia EMILIO CARBALLIDO por su obra "Apóstol de la democracia" y en el 2011 el Premio Internacional LATIN HERITAGE FOUNDATION por su tesis doctoral "Terapia wittgensteiniana".