Una bomba molotov recorre el cielo como una estrella fugaz, se impacta coloridamente en las tejas de barro de la nefasta tienda de raya y, al mismo tiempo, desata una explosión que se eleva varios metros de altura.
—¡Libertad! —gritó mi hermano al aventarla.
Había logrado congregar a gran parte de los trabajadores en el rancho mediante unos panfletos que convocaban un mitin para discutir, organizar y reclamar la restauración legítima de sus derechos laborales. Sin embargo, su discurso era profundamente insurrecto y agitador. Todos se sorprendieron al escucharlo, muchos creyeron que era yo y, por lo mismo, dudaban si la iniciativa rebelde era verdaderamente fidedigna.
—¡No están aquí para pedir nada —arengaba—, están aquí para tomar lo que les pertenece!
Y mientras exponía de manera concreta, asequible y factible la argumentación marxista, apareció Fidel y sus hombres queriendo dispersar el mitin a gritos y golpes, empero, todo se salió de control y fue cuando mi hermano emplazó agresivamente su linchamiento. El coraje del tiempo, las heridas físico-espirituales y las ansias de venganza antes obedientemente guardadas, terminaron por materializar una versión de la justicia social mediante una ola de campesinos furiosos que se les fueron encima con extrema violencia superándolos en número, arrojo y, sobre todo, fuerza. La fuerza popular. Fidel, salvajemente golpeado, fue colgado de las piernas en una trabe salida de la casona en el patio principal y, luego de que mi hermano aventara la bomba, un anciano muy estoico le prendió fuego con una antorcha. El mayordomo de mi abuelo emitía horripilantes gritos de dolor, retorcíase de exasperación y, finalmente, dejó de moverse conforme físicamente dejaba de reconocerse. En ese momento todas las bodegas, almacenes y arcas del rancho ya habían sido vaciadas por una turba agitada, azuzada y excitada por mi hermano el revolucionario.
La noche anterior tuvimos una discusión.
Para Locke la propiedad privada es esencial para que haya libertad, pero para Marx significa todo lo contrario, es decir, la propiedad privada de los medios de producción es lo que enajena la relación laboral y, por tanto, impide la libertad del trabajador. ¿Quién tiene razón? ¿Karl o John? ¿Y tiene sentido decir que sólo alguno de los dos tiene razón o únicamente en su propia disyunción conflictiva? ¿Estamos exclusivamente ante dos conceptos antagónicos de libertad o hay algo más profundo que se nos escapa en dicha problematización? ¿Cuál es la verdadera oposición más allá de sus doctrinas filosóficas?
—¿Vas a seguir filosofando o me vas a ayudar a imprimir los panfletos?
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Por: Serner Mexica
Filósofo por la UAM, estudió la Maestría en la UNAM y el Doctorado en la Universidad de La Habana. Fue Becario de Investigación en El Colegio de México y de Guionismo en IMCINE. En 2007 obtuvo el Premio Nacional de Dramaturgia EMILIO CARBALLIDO por su obra "Apóstol de la democracia" y en el 2011 el Premio Internacional LATIN HERITAGE FOUNDATION por su tesis doctoral "Terapia wittgensteiniana".