Despierto en el psiquiátrico. Lo sé, he estado aquí varias veces. De niño, adolescente y la mayoría de las veces como ahora, un adulto perdido en sus recuerdos de niño.
Tengo las manos atadas a una cama con tubos blancos alrededor, mis muñecas están protegidas por una banda acolchada y mi boca taponada con un protector bucal sujetado por una dolorosa cinta plateada. Mis piernas también están atadas por los tobillos lacerados en involuntarios movimientos. Se acercan varios sujetos de bata blanca con tapabocas clínicos. Estiran con fuerza los amarres y me ponen una placa metálica donde dejan caer una serie de descargas eléctricas. Pierdo el conocimiento.
Despierto en silla de ruedas en uno de los jardines, babeando y con los miembros adormecidos. Con dificultad me limpio con el antebrazo y me sorprende un enfermero malencarado que termina por ayudarme.
—¿Fumas? —le pregunto y niega.
Quiero un cigarro, tengo ansiedad y me hormiguean los pies. No puedo moverme para desahogarme de esta involuntaria pasividad. La lengua se me pega en el párpado, la luz me lastima y me duelen los dientes. Llega otro enfermero, advierte la prescripción y me inyectan en el brazo sin avisarme. Vuelvo a cerrar los ojos. Regreso a la infancia.
—Ya lo maté —me dice mi hermano con sonrisa de violencia satisfecha.
—¿Mataste a papá? —le pregunto mirándolo directo a sus ojos rojos. ¿Finalmente ha terminado el reinado de egoísmo? ¿Es el final de la dictadura del azote? ¿Por fin somos libres de sus prejuicios, expectativas e injustos castigos? Todo esto pensé antes de que me contestara.
—No, aún no —contesta quedando cabizbajo, como si me hubiese fallado.
—¿Entonces a quien mataste?
¿Recuerdan al niño que me hizo sangrar con un golpe en la nariz? Mi hermano se había encargado de él. Pero no lo mató, sólo le cortó la lengua.
—¿Por qué hiciste eso?
Subí al autobús y lo vi, caminé hacia él y le repetí la misma amenaza que te había hecho a ti. Me dijo que me calmara, que él se iba a otro lugar, pero negué su oferta y sólo advertí que tenía que pagar por haberte hecho sangrar. Desenfundé y me abalancé sobre él. Mira:
De la bolsa de su chamarra saca un cúter manchado de sangre.
—¿Por qué hiciste eso? —me pregunta el director de la escuela.
Yo no fui, quería decirles, pero tampoco quería traicionar a mi hermano. Todos en la escuela piensan que fui yo quien le cortó la lengua, pero no dije nada. Acepté totalmente la responsabilidad.
—Se lo merecía —me dijo mi hermano cuando yo salía de la dirección acompañado de mi padre, mi siguiente problema a resolver. Esto sí me va a costar la peor paliza, pensé y pienso mientras vamos en el auto rumbo a casa. Lo miro y sus manos son enormes, si quiere me hace polvo. Mira al frente apretando el volante, presionando la mandíbula y frunciendo el ceño todo el tiempo.
Llegamos a casa y, ya escondidos de la vista de los vecinos, me toma con violencia de la playera, me azota al piso y alza su brazo para iniciar sus catorrazos cuando algo atraviesa su vista dejándolo inmóvil. Camina hasta el comedor, hay un papel pegado en la pared, lo arranca y lo lee.
—¿Estás bien? —me pregunta mi hermano y asiento sin dejar de mirar a papá. Ambos nos quedamos mirándolo por última vez.
Nunca leí la carta, pero sé que era de mamá despidiéndose. ¿También de mí? De los dos, también se olvidó de nosotros dos. Mi hermano y yo suspiramos al mismo tiempo. Nuestro padre termina de leer y nos mira con rostro de preocupación.
—No te preocupes, papá —le digo para comprenderlo—. Saldremos adelante.
No obstante, su rostro cambia en segundos hacia el odio y se abalanza sobre mí golpeándome con todo., echándome la culpa de todo.
—¡No, papá, ya, por favor, papá, ya no me pegues!
Se me echó encima apretándome el cuello con todas sus fuerzas. No decía nada, no gritaba ni maldecía, solamente gemía como bestia incontrolable y maldita. Mi visión comenzó a borrarse y el aire se retenía cruelmente en ambos sentidos. Estaba a punto de morir, o quedar permanentemente lesionado por la falta de oxigeno, cuando el devenir oportunamente intervino.
Sus manos dejan de apretarme, sus ojos se ponen en blanco y cae de golpe a mi lado. De pie aparece mi hermano, imponente y mirándolo fijamente. Yo me levanto, observo bien y descubro que mi padre tiene un picahielo clavado en la nuca.
Continúa 8

Por: Serner Mexica
Filósofo por la UAM, estudió la Maestría en la UNAM y el Doctorado en la Universidad de La Habana. Fue Becario de Investigación en El Colegio de México y de Guionismo en IMCINE. En 2007 obtuvo el Premio Nacional de Dramaturgia EMILIO CARBALLIDO por su obra "Apóstol de la democracia" y en el 2011 el Premio Internacional LATIN HERITAGE FOUNDATION por su tesis doctoral "Terapia wittgensteiniana".