Hablar de la crisis de representatividad que vivieron los partidos del antiguo régimen permite entender la magnitud de la crisis del sistema de partidos y exponerla como el pandemonio de sus alaridos frente a la transición política que vive la nación.
Sin embargo, de lo que menos habla la oposición partidista en México es que atraviesa por una crisis de representatividad, desde luego, queriendo esconder los estragos de un pasado y presente que se cierne, sin tregua, sobre su quebranto político.
En este escenario, ante el onomástico del PRI en Hidalgo y el limbo del panismo, donde las banderas se desplegaron con la algarabía de antaño pero sin la concurrencia de los años mozos, se advierte que la derecha no sólo no presenta autocrítica, sino que se agazapa en ceremonias y liturgias sórdidas que ya no convencen a nadie y la data dura de esas fatídicas elecciones del 2 de junio de 2024 parecen ser la lápida a esa democracia disfrazada que prohijó el antiguo régimen como comparsa y maquillaje de la “democracia representativa”.
En este carnaval político o mascarada de poder, la partidocracia del antiguo régimen -y uno que otro del nuevo- se esgrime como pantomima, que al amparo del bendito y precario registro, ha permitido pervivir a partidos que son esquemas de negocios particulares con fachada pública. Entendamos, como señaló Giovanni Sartori, que los partidos son entidades privadas de interés público y la distancia “moral” en la que muchos de ellos se desenvuelven permite apreciar que, en México, suelen ser los cobertizos sin escrúpulos de los intereses privados y las fortunas en Suiza o los paraísos fiscales como Panamá o las Islas Caimán (quizá por eso cuando se filtra el dinero o se pierde del erario público, se escucha aquella cumbia “se va el caimán, se va el caimán, se va para Barranquilla”).
Pelillos a la mar. Nada tan elocuente como la alianza política que protagonizaron en la pasada elección presidencial en 2024, PRIAN+PRD. Tan inconsistente ideológica y políticamente como mezclar agua y aceite, al grado que el PRD terminó pasando aceite. En los entretelones, la crisis partidista en Hidalgo hizo sucumbir al PRI y al Grupo Huichapan como radiografía de su bastión político de más de nueve décadas que también sucumbió en Estado de México, dándole el adiós al Grupo Atlacomulco.
La relación perversa de los intereses privados con fachada pública que guarda la partidocracia de la casta vetusta, que fue amparada por el antiguo régimen, devela un disfraz “democrático” que sangra al erario nacional y, directamente, al pueblo que dice defender y abanderar.
No son pocos los negocios que, al amparo de esa partidocracia disfrazada de paladín de la democracia, han quedado expuestos en el país, porque algo queda claro: no se puede esconder ni la estupidez ni la riqueza. En Hidalgo han aparecido desde las pesquisas de la Estafa Siniestra hasta las acusaciones de Francisco Olvera a Sergio Baños y, desde la misma actuación de personeros públicos del antiguo régimen, negocitos, malversación pública, tráfico de influencias, nepotismo y latrocinios, cuyos vericuetos son tan amplios que la novela de Octavio Paz, “El laberinto de la soledad”, se queda estrecha y famélica, y el capítulo “Los hijos de la chingada” narra, perfectamente, esta historia sin fin.
En este plano de análisis se debe atender a la precaria cultura política de la ciudadanía que ha permitido que la partidocracia que la acuchilla siga infringiendo heridas sociales inenarrables. Es necesario que la conciencia instruida de un pueblo comprometido consigo mismo y con la nación, asuma que su responsabilidad política es tan crucial para enderezar a la partidocracia como lo es su compromiso con la patria.
Los partidos políticos parten de la realidad social y son pocos los que abanderan causas justas e intereses del pueblo. Esto debe quedar claro y ser el referente y significado que le permita a las y los ciudadanos emerger con una conciencia clara de su adhesión política partidista. Conocemos partidos satélites que luchan por defender los intereses de familias y grupos de poder que se disfrazan de “demócratas” para hacer percibir a la ciudadanía que luchan por sus intereses cuando lo que históricamente hemos vivido de sus mascaradas es que terminan y extinguen la generosidad de esa misma democracia que vulneran.
¿Cuál es el costo social para la ciudadanía de mantener a una partidocracia sórdida que es juez y parte de los destinos de la nación?
