Hoy cumplo quince años.
Semanas antes iniciaron algunos mareos que, días siguientes, se transformaron en fuertes migrañas seguidas en su mayoría por desmayos. Las voces se revolvían en mi mente, mi visión se nublaba y, si no perdía la conciencia, tenía que tumbarme en la cama sin escuchar nada. El más mínimo ruido me lastimaba, empero, mi otra voz ya no estaba.
—¡Feliz cumpleaños! —gritaron al unísono los empleados de la casona del rancho cuando esa mañana bajé del tapanco y salí al patio. Me encontraba rodeado por toda la gente con que diariamente convivía pero que nunca me había detenido a tratarlos directamente, mirarlos auténticamente a los ojos y hablar con ellos en una genuina convivencia sin el contexto de la servidumbre. Doña Refu y sus sobrinas salieron de la cocina auxiliadas por algunos niños para llevar los quinientos tamales que habían preparado, además me hicieron un pastel gigante de chocolate (que armaron por partes) y un trío huasteco comenzó a cantarme Las mañanitas. Y, mientras buscaba con mi vista a Elisa, ella me sorprendió por la espalda y sólo me dio un leve y breve abrazo felicitándome con su increíble mirada. Aunque todos sabían que éramos amigos, nadie sabía del amor que, sin decírnoslo, recónditamente sentíamos.
—Gracias —dije a todos al terminar los aplausos que prosiguieron al concluir la canción—, de verdad muchas gracias. ¿Y mi abuelo? —pregunté a doña Refu.
—Fidel lo llevó a México a ver al médico.
—¿Justamente hoy?
—No le gusta convivir con nadie, menos con sus trabajadores; ya llegará más tarde cuando todos se hayan ido. Ah, y me dijo que lo esperaras despierto. Tal vez te tiene una sorpresa.
—¿Otra?
—Esto fue idea nuestra, muchacho.
—¿Por qué?
—Nos caes bien y… —dice mirándome a los ojos— nos recuerdas mucho al patrón cuando era joven, cuando era… Diferente.
Partí el pastel con dos velas, una con la forma de “1” y la otra con una “S” porque no encontraron el cinco, y con toda la formalidad del ritual del deseo (aunque no pedí ninguno), la mordida (nadie me empujó) y su repartición que, como cumpleañero, tenía que hacer personalmente por tradición. Hasta ese momento sacaron el pulque y, muy formalmente, lo bebieron en una penca; me ofrecieron pero no quise tomarlo y me justifiqué con el medicamento.
—¡Salud! —dijo un anciano y todos brindaron, algunos con la bebida de los dioses y otros con atole como yo. Todos estaban felices, mi abuelo les había dado el día libre y el único pretexto era mi cumpleaños. No sé cómo describir dicha sensación entre el orgullo de ser su nieto y la humildad de no sentirme más por ello.
—¡Vamos a bailar! —gritó el violinista.
Comenzó el baile y, como parte de la usanza, tuve que participar en todas las piezas y con todas las mujeres, niñas y jóvenes, e incluso con un trío de alegres viejitas.
—¡Báilele, joven, báilele!
Son huasteco.
—¡Así, así, muchacho!
Son jarocho.
—¡Eso, eso!
Son mixteco.
—¡Vamos!
Y, por supuesto, huapango.
—¡Vamos, Serner!
La apoteosis del baile, mi baile, manifiesto de auténtica interacción y expresión inconsciente-dionisiaca fundida en el ritual popular. La euforia me eleva y no puedo dejar de bailar, intensamente, extendidamente, vigoroso y penetrante. No puedo dejar de bailar, no puedo y no quiero; no quiero dejar de festejar la vida y, no obstante que dejo de girar, el mundo a mi alrededor sigue dando vueltas. Todo gira y, paulatinamente, se pone borroso, siento un mareo y flaquean mis piernas; me falta el aire, mi rostro hormiguea y mis ojos se cierran en el desmayo.
—¿Ya ves como eres un pendejo? —me dice mi hermano.
En la entrada trasera del rancho, un camino oscuro y serpenteante, cubierto de hojarasca y deslindado por gigantes encinos, está él, mi hermano gemelo, con un abrigo azul marino, un costal en su hombro y un gorro negro para el frío. Teníamos ocho años la última vez que nos vimos.
Desde la muerte de mi padre.
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Por: Serner Mexica
Filósofo por la UAM, estudió la Maestría en la UNAM y el Doctorado en la Universidad de La Habana. Fue Becario de Investigación en El Colegio de México y de Guionismo en IMCINE. En 2007 obtuvo el Premio Nacional de Dramaturgia EMILIO CARBALLIDO por su obra "Apóstol de la democracia" y en el 2011 el Premio Internacional LATIN HERITAGE FOUNDATION por su tesis doctoral "Terapia wittgensteiniana".