La reeducación que nos asaltó

Imagino la ansiedad que deben experimentar aquellos docentes que a pesar de sus largos años de experiencia frente a grupo, hoy tienen que asumir un liderazgo a distancia, sintiéndose quizás rebasados por la tecnología.

Se me ocurre pensar también en quienes, ante la incapacidad de prepararse para hacer atractiva su materia en la época pre-pandemia, usaban como estilo de enseñanza el poner a sus alumnos a dar clase con un sinfín de transcripciones plasmadas en decenas de diapositivas y que, para su infortuna, en la cuarentena las herramientas tecnológicas no juegan a su favor.

Otros, en cambio, muchas veces actuábamos como espantapájaros al promover una educación bancaria (aquella donde el educador sólo deposita contenidos en la mente del estudiante) y nos convertíamos entonces en meros motivadores de la memorización de la información sin que existiese un proceso liberador de por medio, y ahuyentábamos así, de paso, a esos alumnos que encuentran en la reflexión, la crítica y el posicionamiento un aliciente para enamorarse de la profesión en formación.

De igual manera, tenemos a aquellos ‘maestros’ que han visto en la docencia un arma psicosexual para perpetuar la hegemonía machi-romántica del acoso-piropo-negociación. ¿En qué ojos atemorizados reflejarán su power-sex hoy en día? ¿Cómo harán uso de su poder?

Todos estos tipos de profesores estamos sucumbiendo ante el hecho de que la libertad y el poder en el aula, como los veníamos experimentando, se tambalean en época del coronavirus.

Estoy seguro de que tanto a nivel institucional como personal muchos de nosotros sí habíamos previsto para un futuro no inmediato la migración de muchos de nuestros servicios del formato presencial a la modalidad a distancia, pero jamás reparamos en que este cambio pudiera ser de golpe, tal y como sucedió hace ya varias semanas.

Este cambio, “el cambio”, no ha sido ni pacífico ni igualitario. Las plataformas y los sistemas tecnológicos han sido adaptados para que cumplan con las funciones institucionales necesarias y que sirvan para cumplir las demandas inminentes. Sin embargo, es en el recurso verdaderamente humano donde se juega la gran encrucijada de la educación, pues como escribió Freire: “La Educación no cambia el mundo, cambia a las personas que van a cambiar el mundo”, frase que se puede interpretar en la doble incidencia de la educación, esto es, cambiando al que educa y al que se educa (ambas partes humanas y necesarias para cambiar al mundo).

Y es aquí donde entra en juego la vigilancia con un protagonismo desconocido, pues ha pasado de ser una vigilancia vertical a una vigilancia horizontal: instituciones, docentes y alumnos se han visto sometidos por igual a los múltiples y poco objetivos sistemas de vigilancia social: las redes sociales, los medios de comunicación, la percepción del rendimiento. No obstante, ¿quién vigila ahora a los vigilantes?, ¿quién medirá el rendimiento y el rigor? Las respuestas pueden suponerse con facilidad, pues hay responsabilidades compartidas. Pero vayamos más allá: la vigilancia ha servido como un dispositivo de poder para “asegurar” la educación. Sin embargo, sin la hipervigilancia impuesta como castigo fundamental, ¿con qué amenaza podremos dominar ahora? Al profesor no le quedará más que luchar contra sus propias pulsiones de destrucción y humanizarse. Las instituciones se flexibilizarán y harán cosas extraordinarias. Mientras que el alumnado no podrá más que decir “presente” y estar presto para asumir el reto, docentes, profesores e instituciones habrán de resignarse simplemente con cumplir el objetivo pandémico: la sobrevivencia. 

Las universidades, en su carácter de espacios plurales uni(di)versitarios, seguirán acogiendo ideologías, conceptos y estrategias que responderán a muchos intereses, sin que esto sea un problema mayor. Sin embargo, utilizando todo este eclecticismo social, estas instituciones habrán de buscar la generación y divulgación de la riqueza intelectual al mismo tiempo que busquen funcionar como albergues socioemocionales, pues aunque la condición institucional suele ser patológica y narcisista, en estos días las universidades se han convertido, al igual que las personas, en víctimas colaterales del encierro. Sólo en sus típicas frases y eslóganes positivos referentes a la unidad, al apoyo y a la solidaridad, han encontrado un eco que recuerda la génesis de las universidades: el análisis, interpretación y propuesta de solución de problemas sociales. De entre tales conceptos mal llamados “positivos”, destacaría la empatía, pues representa el vehículo necesario para implementar la flexibilidad y renunciar, por ejemplo, al tan discursado “rendimiento académico”. La empatía entonces abre la posibilidad para visualizar “caso por caso” los “casos de excepción”, así como las historias que cada uno de los alumnos nos cuentan sobre su particular realidad y el impacto en su educación. Verdaderamente, con esta pandemia, al igual que con una inundación, saldrán a flote muchos de los factores que surgen en las crisis sociales: injusticia, desigualdad, opresión,  entre otros.

Las universidades, pero principalmente los docentes, tenemos una muy buena nueva oportunidad para sensibilizar y atenuar nuestras relaciones de poder (imposibles de erradicar) y humanizar la trascendencia educativa. No podemos volver a pensar en una educación con tantas carencias, esto es, sin evolución, sin algarabías, sin cercanía.

La función del profesor, docente, facilitador o monitor (según el modelo educativo) deberá radicar en su capacidad para crear y/o fortalecer relaciones socioafectivas, renunciando inclusive a la dominación y acercándose a la tan temida “amistad”. ¿Qué buscamos con esta relación de afecto? ¿Qué hay detrás de la simpatía y la confianza establecida entre personas que no son familia? Principalmente que esto facilite el proceso de libertad del alumno, no para que el docente se excuse de sus responsabilidades y labores, sino más bien para que el alumno experimente, dentro de un ecosistema de bienestar, los procesos creativos, emancipadores y críticos que implica la educación. ¿Cómo querer influir en alguien que no nos conoce? ¿Cómo impactar en quien no conocemos? Es necesaria entonces aquí la cercanía, la empatía.

Ser docente ha sido, es y será una profesión honoraria; aquella donde se asimila el vivir en deuda con el cariño de los grupos, donde se brindan planteamientos de justicia, donde se enseña y aprende en conjunto, donde se deposita afecto y principalmente se forma parte de historias de vida excepcionales, algunas de éxito, otras de fracaso. Más allá del dramatismo, ser docente implica la posibilidad de ejercer un deseo sólo disponible en la renuncia al goce de las tan seductoras relaciones de poder opresoras.Porque no es ningún secreto: ser docente ha implicado asumirse en la posesión el saber para muchas veces traducir este conocimiento en actos de dominación y poder.

Habría que concebir el triunfo de la docencia no tanto en ese sujeto que recibe aprobaciones en encuestas de calidad docente, felicitaciones en clase o likes en las redes sociales, sino más bien en el que consigue el placer del estudiantadoahí donde el alumno se siente pleno por haber aprendido algo (y se mantiene con la tensión-distensión necesaria para querer compartir eso con alguien más), ahí donde existen las condiciones institucionales que permiten que se recupere el goce de aprender.

¿Qué implica todo esto para el estudiante? El compromiso de renunciar al statu quo de alumno receptor, muchas veces apático, poco interesado y sumamente cansado de rendir a tantos amos.

El momento exige una reeducación personal, familiar, social, profesional. Este es un asalto a los procesos, pero justo así llega la (r)evolución: dando golpes, rompiendo esquemas, transformando.

Twitter: @SoyOmarMéndez

Por: Omar Méndez Castillo

Psicología y Psicoanálisis por la Universidad Autónoma de Nuevo León; Psicología social por la Universitat Autónoma de Barcelona. Oaxaqueño de nacimiento y regiomontano por adopción. Intereses en la educación, el género, el bienestar social, los grupos vulnerables, la participación ciudadana y los deportes. Se ha desarrollado como Psicólogo clínico, funcionario público, consultor, editor y catedrático.


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EL RAVAL - Omar Méndez Castillo

Psicología y Psicoanálisis por la Universidad Autónoma de Nuevo León; Psicología social por la Universitat Autónoma de Barcelona. Oaxaqueño de nacimiento y regiomontano por adopción. Intereses en la educación, el género, el bienestar social, los grupos vulnerables, la participación ciudadana y los deportes. Se ha desarrollado como Psicólogo clínico, funcionario público, consultor, editor y catedrático.