Lo fácil que era la vida

Ramón Ortega (tres)

 “Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”
Pablo Neruda, Poema XX
“Que la vida iba en serio/ una lo empieza a comprender más tarde”
Jaime Gil de Biedma, No volveré a ser joven

Estoy yendo a recoger -por fin- mi título a la Universidad Europea de Madrid. Como antaño, voy montado en el autobús 518. Cuando alcanzo a vislumbrar las primeras filas de chalets a la entrada de Villaviciosa de Odón siento un apretón en el pecho. Han pasado por lo menos cinco años sin venir a este lugar recóndito de la Comunidad de Madrid que fue mi hogar durante el primer año que viví en España.

Recuerdo lo fácil que era la vida: las mañanas en la cocina con mis compañeros –mis amigos- de piso; los días de universidad; las tardes de domingo cuando, acostado, contemplaba el azul claro y monótono de un cielo altísimo; el pequeño escritorio donde se apilaban los libros que todavía arrastro de casa a casa, de vida a vida; saliendo a pasear en las noches de invierno cuando la niebla humedecía y coloreaba de amarillo todo el entorno; preparando una barbacoa en el patio de casa con el sol cayendo a plomo sobre nuestras cabezas; organizando los ingredientes para hacer una cubeta de sangría; levantándome temprano un domingo para ir al Prado, al Retiro o los Jardines del Moro; descubriendo el universo de Paul Auster, de Alessandro Baricco o de Wittgenstein.

Recuerdo lo fácil que era la vida corriendo hacia el autobús para no perderlo; yendo a comprar una pizza Lobato donde te ofrecían vino blanco mientras esperabas; remoloneando en la cama de mi buhardilla; aprendiendo a escuchar y a entender a Extremo Duro; escogiendo poesías y canciones para mi programa de radio (Inventando que sueño); leyendo libros que nadie consultaba en la biblioteca -casi siempre- vacía de la universidad o pasando de largo cuando, en época de exámenes, perdía el encanto de su soledad; en invierno, descubriendo que hacía más frío dentro del chalet que afuera; cuando organizamos el primer viaje a Segovia, Ávila y Salamanca; cuando era un aficionado a la fotografía y creía que podría dedicarme a ello; cuando pisé París y pensé que la persona que debería estar ahí era mi padre.

Recuerdo lo fácil que era la vida cuando tomaba esas clases aburridas y las interesantes; en las múltiples noches de juerga, las que pasábamos en casa (también de juerga); cuando bajábamos en autobús a Madrid o en el coche de algún amiguete; cuando nos quedábamos en Villaviciosa e íbamos a las Brazas; la gentileza de Domingo (el dueño del bar), la antipatía de su mujer; la primera jarra de sangría, la segunda; las copas que Domingo nos invitaba, ya solos con él, una vez cerrado el bar; explorando la noche madrileña en los alrededores de Gran Vía; conociendo el cine español, conociendo el europeo; anotando los malentendidos lingüísticos para luego comentarlos con mis amigos mexicanos.

Recuerdo lo fácil que era la vida pasando casi todo el día en la universidad; los pasillos donde entablaba conversación con casi cualquiera; lo hermosas que me parecían las españolas, lo difícil que era ganar su atención; lo sencillo que resultaba hacer nuevos amigos; las noches frente al televisor jugando videojuegos; las risas provocadas por ciertas sustancias, las que emanaban con naturalidad sin el uso de ellas; el querer estar abajo con ellos –los que se reían-, pero no querer perder la oportunidad de seguir acostado con ella; el encontrarme a mis compañeros de clase mientras hacía la compra en el Open Core; el terminar con ellos cenando para volver a reír; la complicidad que se amparaba en la juventud, la inocencia o las ganas por comerse el mundo.

Recuerdo lo fácil que era la vida en aquellos días cuando, al igual que ahora, iba en el autobús escuchando música, con la cabeza recargada en la ventana, sorteando las mismas calles y contemplando con satisfacción el paso del tiempo.

 

RAMÓN ORTEGA

Escritor, profesor Doctor del Centro Universitario San Rafael-Nebrija y miembro de la Red Global Mx, Capítulo España.

https://ramnortegatres.wordpress.com/

 


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