1968-2018

Hace cincuenta años un espíritu santo salió a hablar en nombre de mi raza para pedir el cumplimiento de la Constitución. Para pedir, exigir, expresar el deseo.

Deseo que aplastaron en la Plaza de las Tres Culturas los espantados de su propia sombra que decían querer salvar a México del comunismo. Uyuyuy. Lo aplastaron con premeditación, alevosía y ventaja.

Ventaja que se extendió en el silencio cómplice de la prensa corrupta, de los intelectuales vendidos, de los funcionarios inescrupulosos y de los patrones convenecieros. En la pasividad gregaria controlada por confederaciones, sindicatos, cúpulas, partidos, jilgueros  traidores. En los arreglos cobardes para la compraventa de personas por derecho de pernada, de movimientos populares, de territorio y bienes propiedad de la nación, de prebendas propias de una clase contraria a la justicia. Cincuenta años de innombrados mesías sexenales, de auténticos peligros para México, de locos ambiciosos de la banda tricolor, de antipatriotas azules mentirosos corregidos y aumentados.

De masacres, sordera y ceguera, falsedades, voracidad impune e incontrolable, golpes de Estado “blandos” ejecutados por peleles que mientras más peleaban más abrían las compuertas del crimen organizado. De maquinarias masivas de desinformación, deformación, envilecimiento y hurto del cada vez más ridículo tiempo de ocio. De enfermos que ejercen el poder de los enfermos, por los enfermos y para los enfermos.

Y, ¿qué ganó ese espíritu tan santo y tan carnal con quejarse, protestar, negarse a entender las razones de Estado, el principio de autoridad y demás mandamientos?, ¿qué ganó con no creer en nadie “más que en mí, en Yoko y en mí”?

Ganó el sentimiento de comprensión y de victoria. De saber que el primero de julio de 2018 no arrasó un hombre ni un movimiento, ni siquiera una mayoría, tampoco “el pueblo”. Y todo sin romper un vidrio ni decir una mentira, ¡calumniadores! Porque no ha habido ni habrá hombres, movimientos, mayorías ni pueblos ni revoluciones químicamente puros. Ni tampoco la rabia, la putrefacción, la obscenidad se extinguen al instante tras la caída del meteorito.

Lo que se ha ganado es la frágil, modesta alegría de saber que puede haber otra vida, otro mundo donde no se venden las palabras ni las ideas ni la sangre para vivir dignamente, bajo un techo y con “la sencilla justicia del desayuno”. Un tiempo donde dedicarse a la política sea verdadera vocación para seres humanos grandes y no atajo para que tlacuaches y zorras de dos patas satisfagan su insaciable miseria.

Cincuenta años después el deseo y el poder despertaron, vieron y vencieron. Hoy, aquí se abre un horizonte para que el saber y el valor nunca más signifiquen escalones de almas impotentes y frígidas. Un horizonte donde, pase lo que pase, no se perderá el deseo de una vida donde vivir sea otra cosa, otra parte, otro abrazo, otro amor.

¿Y ahora?

Por: Agustín Ramos

El tiempo pasa, lo digo yo que nací en 1925, según los dueños de la palabra municipal. El tiempo pasa, hace un rato era de día y ahorita son las once con trece minutos de la noche. Me llaman Agustín Ramos (fíjense bien que no digo "me llamo", porque no acostumbro llamarme a mí mismo, ¿para qué?, si casi siempre estoy aquí conmigo). Nací en el año ya dicho por los ilustres poetas funcionarios, más ilustres que poetas, eso sí, aunque también el lustre y el puesto de funcionario les venga por la digna vía de la autopromoción. No es por hacer sentir menos a nadie, pero soy de Tulancingo... je, je. Me llevaron a México y ahí me puse a vivir. No concibo la escritura como algo distinto a la vida. Digo "viví" y es lo mismo que si dijera "escribí"; escribí millones de hojas, quince libros, o menos, como 17, entre novelas, ensayos y cuentos, sobre todo de temas históricos. Esto último gracias a la soberbia historia minera de estos lares míos y a la nostalgia que estos lares míos me producían cuando estaba recién llevado a México, ciudad donde viví y amé casi tanto como aquí. Y, bueno pues, ya son las once con 24. ¿Ven?, se los dije: el tiempo pasa, que me lo digan a mí que nací en 1925... Yo, el rey.






¿Y AHORA? - Agustín Ramos

El tiempo pasa, lo digo yo que nací en 1925, según los dueños de la palabra municipal. El tiempo pasa, hace un rato era de día y ahorita son las once con trece minutos de la noche. Me llaman Agustín Ramos (fíjense bien que no digo "me llamo", porque no acostumbro llamarme a mí mismo, ¿para qué?, si casi siempre estoy aquí conmigo). Nací en el año ya dicho por los ilustres poetas funcionarios, más ilustres que poetas, eso sí, aunque también el lustre y el puesto de funcionario les venga por la digna vía de la autopromoción. No es por hacer sentir menos a nadie, pero soy de Tulancingo... je, je. Me llevaron a México y ahí me puse a vivir. No concibo la escritura como algo distinto a la vida. Digo "viví" y es lo mismo que si dijera "escribí"; escribí millones de hojas, quince libros, o menos, como 17, entre novelas, ensayos y cuentos, sobre todo de temas históricos. Esto último gracias a la soberbia historia minera de estos lares míos y a la nostalgia que estos lares míos me producían cuando estaba recién llevado a México, ciudad donde viví y amé casi tanto como aquí. Y, bueno pues, ya son las once con 24. ¿Ven?, se los dije: el tiempo pasa, que me lo digan a mí que nací en 1925... Yo, el rey.