La comprensión ontológica 27

Soy muy afortunado en el amor.

Los días dejaron de ser monótonos en la preparatoria, muchos me miraban intrigados por mi notoria introspección y, lejos de lograr mi intención de aislarme, también tenía que cuidarme del asedio de Los Bucaneros, el grupo de violentos abusones. Extorsionan a los compañeros más débiles, asedian a las mujeres cuando están solas y golpean a todo aquel que se resiste, entre otras de sus agresivas tradiciones.

—¿Sigues leyendo, matadito? —me dice uno de éstos cuando me descubren en la biblioteca, cierro mi libro de Parménides y, luchando por evitar problemas, me pongo de pie esquivándolos a centímetros para poder pasar. Hasta que siento un golpe en la cabeza con la palma abierta. Volteo, los observo y los cuatro sólo se me miran con risas a medio salir; los dejo, continúo caminando y escucho a mis espaldas que sus voces se mantienen cerca de mí:

—¿Qué tanto escribes, matadito?

—Eres un maricón que hace cartas de amor.

—Te han de gustar las flores ¿verdad?

—Eres un pinche niño fresa —otro me dice al mismo tiempo que recibo un fuerte empujón por la espalda, volteo y, nuevamente, me les quedo viendo.

—Eres un pendejo —me dice el líder.

Otra vez los dejo, ellos ríen burlándose y salgo de la biblioteca internándome al pasillo rumbo a los salones donde continúan acosándome:

—¡Pinche ñoño!

—¡Te da miedo pelear!

—¡Oblígalo, Paco!

—¡Puto! —éste me grita, me toma con rudeza por el cuello de la playera amenazándome con su puño.

Algunos estudiantes, paulatinamente, comienzan a acercarse.

—¡Qué quieres! —finalmente advierto.

—Uy, el niñito popis también se enoja —dice otro y sus compinches ríen.

—¡Qué chingados quieren! —les pregunto a todos.

—Ahora sí dale en su madre, Paco.

—¿Quieres que te rompa la madre otra vez? —me pregunta él.

—Sólo me sacaste sangre de la nariz —contesto—, ¿quieres hacerlo otra vez? Adelante, golpéame. No me importa.

Todos los alumnos que se han arremolinado lo miran con expectativa.

—Eres un pendejo —me dice dándome un fuerte empujón.

—No —le respondo y, devolviéndole el empujón, le aclaro—: ¡Tú eres el pendejo!

¡Uuuh!, exclama la masa estudiantil.

¡Pelea!, nace el creciente oro.

¡Mátalo, Paco!, la consigna de los suyos.

Él se pone en guardia, se prepara para soltar el primer golpe y, apenas damos unos pasos, aparece el prefecto regañando:

—¡Qué es todo esto!

Todos los alumnos huyen, Los Bucaneros se escabullen entre la multitud y yo soy el único aprehendido por el burócrata en camino.

—¡Ven conmigo! —me toma del brazo bruscamente y, a paso rápido, nos encaminamos a las oficinas de la dirección. Un salón mediano antes de pasar por una estancia de cinco escritorios con cinco secretarias, luego una sala de espera con sillones negros-rotos y, hasta el fondo, la puerta dorada con el rótulo del director.

—¿Voy a ver al director?

—¡No! —responde el prefecto—. Espera aquí.

Me siento en el citado sillón frente a un cuadro antiguo de la ciudad de México, gente a caballo, muchas carretas y frondosos árboles en la plazuela.

Suspiro hondo.

Miraba el piso rendido de mi espíritu cuando, como una bola de fuego, apareció ella.

La chica más rebelde de la tierra.

Pelo rapado por un lado pero largo del otro, donde esconde varios aretes; en la nariz también tiene uno, otro en la lengua y uno arriba de la ceja. Su cabellera negra subraya aún más su misteriosa belleza.

—Tú qué pedo —es lo primero que me dice.

—¿Perdón?

—Por qué pides perdón, no seas mamón.

—Perdón, es que no te escuché.

—Que qué haces aquí.

—Esperando.

—Esperando qué.

—No sé.

—No mames, cómo que no sabes.

—Sólo me dijeron que esperara aquí.

—Quién te dijo.

—El prefecto.

—Ah, el pinche Buitre Salitre. Ten cuidado con él, es un hijo de su pinche madre.

Ok.

Se asoma el Buitre Salitre y, dirigiéndose a mí, ordena:

—Pasa.

—¿Y yo? —pregunta ella.

—Tú espera.

—¡Pero ya va a comenzar mi clase, profe!

—Estás castigada y no te puedes ir.

—Chale.

Me encamino y, de manera inesperada, ella me da una nalgada. La volteo a ver, me cierra el ojo apuntándome con su dedo índice y, jalando el gatillo con su pulgar, me dispara una bala imaginaria con un beso.

¿Qué?, expreso en mi cara y ella ríe.

Las advertencias del prefecto y el subdirector fueron claras: sería expulsado si reincido en una falta grave y, evidentemente, pelearse es una falta grave. No quise explicar la verdadera causa del conflicto, ello hubiese complicado el castigo y, por consiguiente, aumentado el riesgo de volver a enfrentarlos. No les temo pero no quiero que sea algo eterno tener que lidiar con ellos.

Salgo de la oficina y ella ya no está, me reincorporo al pasillo y a la distancia vislumbro a Los Bucaneros; me doy la media vuelta y me dirijo a la puerta principal sobre avenida Observatorio. Mejor vámonos a casa. No puedes huir todo el tiempo. Tampoco quiero pelear todo el tiempo. Es inevitable. No, si los detengo a tiempo.

Al día siguiente fui por la mañana al museo Rufino Tamayo y me puse a escribir en sus jardines. El regreso a los presocráticos. El instinto primigenio. La verdadera infancia.

¿Qué es el ser?

Dan las cuatro de la tarde y agarro un taxi para poder llegar a la clase de Geometría Analítica, si falto una vez más me van a reprobar. Llego a tiempo a la escuela, subo corriendo las escaleras y, justo antes de poder entrar a la correspondiente aula, Los Bucaneros me obstruyen la puerta apareciendo de la nada.

—¿Mucha prisa, fresita?

—Déjame pasar, por favor.

—Primero la cuota.

—¿Cuota?

—Danos la lana, pendejo.

—¿Cuánto quieren? —pregunto resignado con tal de que me dejen.

—Unos quinientos.

—¡No tengo tanto dinero!

Los cuatro me sujetan con rudeza:

—No te hagas, sí ya sabemos por dónde vives.

—Te seguimos, pendejito.

—Así que danos la lana o te va a llevar la chingada.

El ser es devenir.

Saco mi cartera, tomo el único billete y es de doscientos pesos.

—Es lo único que traigo.

El tal Paco me lo arrebata.

—Todos los días nos vas a dar algo.

—O si no te chingamos.

—¿Entendiste, pendejo?

Suspiro, bajo la mirada y simplemente asiento, empero, una voz enérgica lo interrumpe todo:

—¡Devuélvele su dinero, imbécil!

Es ella, la chica más rebelde de la tierra.

—Y si no quiero —le replica el Paco—, ¿qué piensas hacer, pinche zorra?

—Te voy a sacar un ojo —dice ella mostrando una impresionante daga.

Paco nota que es observado por sus compinches con absoluta expectativa, vuelve a mirar a la chica y, motivado por un momento de orgullo golpeado, se le deja ir intentando desarmarla. Ella lo esquiva y, con la inercia de éste, lo hace estrellarse contra una vitrina. ¡Crash! El escándalo de los cristales rotos, los gritos de dolor y expresiones de sus amigos provocan que algunos maestros se asomen por la puerta de sus respectivos salones. Ella me toma la mano, nos metemos al baño de mujeres y, finalmente, cerramos la puerta subiéndonos a uno de los escusados para no mostrar los pies. Con su mano me ordena que permanezca callado, saca una pequeña libreta de su bolso trasero y con una pluma nos comunicamos por medio de letras:

¿Cómo te llamas? Serner. ¿De dónde eres? De aquí. No pareces de aquí. ¿Por qué lo dices? Hablas diferente. Estuve viviendo en Estados Unidos. ¿Dónde? En Lake Tahoe. ¿Es bonito? Mucho. ¿Cómo es? Como el cielo en las montañas. ¿Hace frío? Muchísimo en invierno. ¿Por qué estabas allá? Estudiando. ¿Por qué regresaste? Porque…, ¿tú eres de aquí? Sí, ¿no se nota? Jajaja. ¿Por qué te ríes? ¿Por qué dices que notoriamente eres de aquí? Como hablo, como pienso y como siento, creo. ¿De dónde sacaste la daga? ¿El cuchillo? Sí. Me lo regaló un amigo. Parece antigua. Tal vez, no lo sé. ¿Puedo verla? Ten cuidado, está afilada. Parece de plata. ¿Neta? Quizá. Entonces vale una lana ¿no? Probablemente. Pero no quiero deshacerme de ella. Silencio. ¿No quieres saber por qué? Dime. Pues… Silencio. La verdad no lo sé. Hay cosas que no se pueden explicar. Tienes razón. Tengo sensibilidad, diría Nietzsche.

Un tercer silencio en que se me queda viendo.

Momentos después pudimos salir sin ser vistos por los testigos, nos encaminamos bajos las sombras de la naciente oscuridad de la tarde azulada y, caminando disimuladamente aprisa, salimos de la prepa para subirnos al primer microbús que se dirigía hacia el sur.

—¿Cómo te llamas?

Dalia.

—Soy muy afortunado —digo luego de una pausa.

Ella sonríe con su característico brillo en la mirada.

 

Continúa 28

Por: Serner Mexica

Filósofo por la UAM, estudió la Maestría en la UNAM y el Doctorado en la Universidad de La Habana. Fue Becario de Investigación en El Colegio de México y de Guionismo en IMCINE. En 2007 obtuvo el Premio Nacional de Dramaturgia EMILIO CARBALLIDO por su obra "Apóstol de la democracia" y en el 2011 el Premio Internacional LATIN HERITAGE FOUNDATION por su tesis doctoral "Terapia wittgensteiniana".






EL INDIO FILÓSOFO - Serner Mexica

Filósofo por la UAM, estudió la Maestría en la UNAM y el Doctorado en la Universidad de La Habana. Fue Becario de Investigación en El Colegio de México y de Guionismo en IMCINE. En 2007 obtuvo el Premio Nacional de Dramaturgia EMILIO CARBALLIDO por su obra "Apóstol de la democracia" y en el 2011 el Premio Internacional LATIN HERITAGE FOUNDATION por su tesis doctoral "Terapia wittgensteiniana".