La era de la pandemia del siglo XXI reveló que el Estado y el poder de sus Césares electos es tan precario como lo fue Roma.
La muerte de más tres millones de seres humanos ha planteado las interrogantes de los alcances del poder del Estado, evidenciando que es precario e inoperante, al grado de que, si el virus hubiera tenido consciencia de su poder, no hubiera quedado ser humano vivo sobre la Tierra.
Estados Unidos, que se autonombra “superpotencia”, nos mostró su fragilidad frente a la pandemia, tanto que llegó a presentar mayor cantidad de muertos en relación, incluso porcentual, respecto de países subdesarrollados, paradoja que evidencia que el biopoder de cualquier Estado puede ser vulnerado a gran escala.
Lo inaceptable de este escenario es que hemos vivido el ascenso de los nuevos Césares de Roma, sujetos que toman el poder con la complacencia del voto y apoyo ciudadano, como fue el caso de Donald Trump o Jair Bolsonaro; arquetipos del poder que se erigen en la ceguera e ignorancia de los pueblos, para caer en manos de neofascistas que ni siquiera tienen ideas nuevas para reprimir, porque sus atavismos y anquilosamientos mentales no se los permiten.
Lo brutal de esta realidad estriba en que la ignorancia y ceguera social son el común denominador de la opresión que encumbra a los autoritarios del Estado, aquellos que utilizan el poder legal para vulnerar a su pueblo y no para garantizar su bienestar. Esta constante va más allá del tibio análisis que realizaron Steven Lewinsky y Daniel Ziblatt en su libro “Cómo mueren las democracias”, que no profundiza en el rol de la conciencia social y el poder orgánico de la sociedad civil.
La paradoja es clara en este escenario: los nuevos Césares de Roma usan las mismas prácticas del antiguo cesarismo, solo que ahora las difunden de manera ampliada y acelerada por medios virtuales que han hecho que el rol histórico sea solamente un velo ignoto para la mayor parte de la humanidad.
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Por: Carlos Barra Moulain
Carlos Barra Moulain es Dr. en Filosofía Política, su ciudad natal es Santiago de Chile, encuentra en el horizonte social su mejor encuentro con la historia y hace de las calles el espacio de interacción humana que le permite elevar su conciencia pensando que la conciencia nos ha sido legada por los otros.
