La humanidad parece empeñada en su extinción; parece que el egoísmo ciego, aquel donde se impone el “primero yo, segundo yo, tercero yo y al último yo”, se ha unido al imaginario colectivo del “bienestar” que históricamente ha impuesto la economía de mercado, donde consumir es sinónimo de éxito social y lo contrario es el fracaso rotundo, mientras que la cultura y el humanismo son rituales comparsas del desarrollo social.
En términos estrictos, el consumo y los estereotipos de mercado han impuesto una máscara sociológica -como diría Peter Berger- donde existe una pugna entre lo que denominamos “valores”, es decir, todas las condiciones en abstracto de la conducta social “positiva” que se encuentran en tensión con el materialismo animado del consumo, donde los héroes se construyen de acuerdo a cuánto dinero tienes, no importa si proviene de la especulación, de la venta de armas, del delito o la corrupción.
En este péndulo ilusorio y de control social de las minorías frente a la mayoría, se ha impuesto la prostitución de los roles sociales, donde cualquier cosa que tenga demanda puede ser vendida, no importa si es de índole intelectual o material, lo mismo si se trata de un riñón o de un secreto empresarial, por lo que la vida humana y no humana se ha vuelto una gran ramera en todas sus dimensiones.
Transitar por las lógicas sociales parece una jauría hambrienta por depredar todo cuanto existe en el planeta y con ello acumular riqueza y poder, transcrito a la imposición de los estereotipos de los sectores de élite que desde su lenguaje hasta sus prejuicios, como advirtió Agnes Héller, engendran actitudes e ideas cuyas falacias nos han llevado al frenesí del consumo y la competencia social.
En el escenario del entramado político, también la democracia es una prostituta que se vende al mejor postor y que, en lo sustantivo, genera un estereotipo de condiciones en abstracto del manejo del gobierno del cual los ciudadanos son seres distantes y ajenos, condición que ha hecho que la clase política sea juez y parte de las decisiones que pertenecen a la “soberanía del abstracto pueblo”.
Dios no juega a los dados, pero el hombre sí. La pobreza, la riqueza, la violencia, el robo, la verdad y la maldad, e inclusive el deterioro ecológico del planeta, son consecuencia directa de la opresión y control social, no obedecen a una condición aleatoria, sino a una cara concentración violenta de la riqueza y el poder político.
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Por: Carlos Barra Moulain
Carlos Barra Moulain es Dr. en Filosofía Política, su ciudad natal es Santiago de Chile, encuentra en el horizonte social su mejor encuentro con la historia y hace de las calles el espacio de interacción humana que le permite elevar su conciencia pensando que la conciencia nos ha sido legada por los otros.