La lucha entre la vulgaridad y la educación

El mes pasado asistí a los conciertos de Iron Maiden en la Ciudad de México y de Alejandro Fernández en la ciudad de Pachuca. El primero se desarrolló sin mayor contratiempo, en él vi cómo la heterocomposición social se desdibuja para que impere lo homogéneo (en este caso: hombres con cabello largo y playeras con calaveras, mujeres ataviadas con cuero negro y chamarras de mezclilla, la mayoría de personas con tatuajes visibles y con otros rasgos distintivos de la vieja tribu urbana conocida como “metalera”); distinto al segundo, donde lo mismo había personas con tenis que con botas, chamarras de piel o sudaderas, sombreros o gorras, y solo pequeñísimos tatuajes visibles en algunas mujeres. 

Insisto: el primer evento no tuvo contratiempos. En el segundo tuve la suerte de colocarme en un lugar inmediato a personas groseras en su forma de beber, hablar, moverse y actuar; no seré específico porque no viene al caso su descripción, sin embargo, recordé la expresión “la vulgaridad le ha ganado la batalla a la educación”, expresión con la que una persona que respeto y admiro contiene la frase de José Ortega y Gasset que dice: “[es] característico de nuestra época: no que el vulgar crea que es sobresaliente y no vulgar, sino que el vulgar proclame e imponga derecho de la vulgaridad o la vulgaridad como un derecho” (La rebelión de las masas, cap. VIII).

Ese es el tema. La democratización de la lucha por derechos o por causas que evaden circunstancias que tienen al individuo convertido en un producto, consumo o cliente obligado (cualquiera que sea el tenedor del poder que lo manipula), se da por los medios masivos de comunicación (series, videojuegos, música, redes sociales, etcétera) y enajena principalmente a las clases sociales medias y bajas, al tiempo que los distrae de sus necesidades más urgentes.

No solo está la lucha por el uso común de un vocabulario vulgar (o de segunda), sino que también se encuentra la lucha por el trastrocamiento de la ética por lo nefando. No quiero parecer santurrón con esta última afirmación, por ello explico: la lengua (o el idioma) es una forma de percibir el mundo: para el hablante del francés nuestro “noventa y nueve” es “cuatro veces veinte, más un diez y nueve (quatre vingt dix neuf)” y para los hablantes del inglés la expresión “darse cuenta de algo” es “to realise”. Esto implica una forma de expresarse y una forma distinta de pensar a la de los hablantes de otros idiomas, es por ello que las élites acuñan palabras, expresiones y conductas que no solo son “bien vistas (o motivos del protocolo y ceremonial)”, sino que son producto del estudio y del razonamiento tanto de modas como de necesidades. 

Ahora, dice El Colegio de México (Colmex), en el Diccionario del español de México, que una grosería es una “palabra o expresión con que se insulta o se tiñe de agresividad y falta de respeto una comunicación o un discurso”, por lo que podríamos inferir que cualquier persona que utiliza las groserías para comunicarse tiene el denuedo de no respetar a sus receptores o que su educación le imposibilita comunicarse sin el empleo de estas palabras. 

Cuando es el primer caso, estamos ante el supuesto de que el individuo ha distorsionado su percepción de normas implícitas para una buena comunicación o de él mismo frente a estas. Esto se puede dar por diversos factores, como un estado de la psique alterado por algún consumo o trastorno, una educación en la que abundaron las palabras malsonantes u ofensivas, o un medio que las generaliza, las acepta y las abraza para formar parte del vocabulario del grueso de su población. Tratándose del segundo supuesto (personas que utilizan las groserías sin ánimos peyorativos), se está ante un problema de educación poblacional, una irresponsabilidad del gobierno de hacer asequible y deseable la formación básica de los individuos. 

En este punto me es estricto decir que es elitista el hablar sin groserías o con un vocabulario educado, porque quien se educa y se conduce bajo los cánones de las élites está abandonando la vulgaridad y las malas costumbres. El refinamiento del sujeto, ajeno a su formación técnica, es lo que habremos de llamar educación, porque la formación para trabajar solo domina una materia e ignora todo lo demás. 

Lo mismo ocurrirá con otras conductas, como la forma en que se agarran la cuchara o los palillos chinos, la cantidad y la calidad de los productos que se comen, la forma y la posibilidad de apreciar las artes o los deportes, etcétera. 

Por cuanto a la moral, cito las primeras líneas del discurso de John Galt: “Habéis oído decir que esta es una época de crisis moral. Lo has dicho tú mismo, en parte con miedo, en parte esperando que esas palabras carecieran de sentido. Habéis clamado que los pecados del hombre están destruyendo el mundo y habéis maldecido la naturaleza humana por resistirse a practicar las virtudes que exigíais.” (La rebelión de atlas, TERCERA PARTE, cap. VII)

Así como el abandono de un vocabulario educado por uno vulgar es indeseable, el abandono de la moral buena para abrigar una moral mala es mucho peor. 

Siendo el estudio de lo social una ciencia, podemos afirmar que una moral buena conducirá al individuo a su realización y una moral mala lo conducirá a su detrimento, lo mismo hará la moral para con sus semejantes: una moral buena podrá tener mayor beneficio social que una moral mala o una abyecta. 

Por último, la defensa de la vulgaridad como un derecho, dista de solo defender la vulgaridad ética y estética, sino que transgrede a quienes procuran su eliminación, y no solo con conductas legales pero mundanas, o con apelativos, como gordofóbico, clasista o discriminador a quienes procuran emplear métodos de educación alimenticia, o que buscan la corrección social e incluso a quienes procuran la higiene, los valores y las buenas costumbres, sino que a través de procesos seguidos ante tribunales pueden impulsar el deterioro de la sociedad, caso concreto es imponerle la presencia de un perro de soporte emocional en un espacio que no sea pet friendly (distinto a un perro lazarillo, por supuesto).

Me despido, esperando que todos reflexionemos si nuestros comportamientos nos están conduciendo a nuestro ideal como individuos o como sociedad. 

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Por: Iván Mimila Olvera

Abogado y asesor en materia constitucional y autor de los libros "Cuestionario de Derecho Constitucional" y "Cuestionario de Derecho Constitucional de los Derechos Humanos". Actualmente es litigante en activo y asesor de diversas organizaciones de la sociedad civil.


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CONSTITUCIONALISMOS - Iván Mimila Olvera

Abogado y asesor en materia constitucional y autor de los libros "Cuestionario de Derecho Constitucional" y "Cuestionario de Derecho Constitucional de los Derechos Humanos". Actualmente es litigante en activo y asesor de diversas organizaciones de la sociedad civil.