Nada termina mientras estamos acá, tal vez el único y verdadero final sea la muerte, porque aunque los años terminen, las cosas como existen en el mundo no funcionan al paso de los números.
Siempre hay una huella de lo que hacemos, de lo que hicimos. En el mundo de la política la huella se hace siempre colectiva, en el mundo de la política hay manos que al final son la misma mano: la del poder, que toca, retuerce y, muchas veces, destruye lo que hay.
Este año, esas estructuras del poder se vieron sacudidas por un virus que nos ha sacado de las cosas como las conocíamos y en muchos casos han fallado frente al reto que supone la crisis de covid. En México se abrieron viejas heridas y saldremos de este año con un par de cortadas más que van a tardar años en cicatrizar.
Hidalgo es un caso particular: fue siempre uno de los estados más desobedientes tanto a nivel institucional como colectivo que han complicado la contención de los contagios. Hidalgo es hoy uno de las pocas entidades que no han generado estrategias emergentes para neutralizar la crisis de movilidad, de desempleo y salud. La vida pública parece no estar alineada con una catástrofe mundial que siempre puede ponerse peor.
Este año no terminará como cualquier otro antes de este. Ninguna vieja administración ha terminado en realidad, pues las consecuencias de sus decisiones están siempre presentes; los procesos de la sociedad no funcionan al ritmo del calendario y el desastre que impera en el mundo encontrará forma de colarse en los años venideros.
Sin embargo, al “final” de este 2020, nos queda celebrar que estamos vivos, que aunque lo pareciera, nunca estuvimos solos en la tragedia, porque esto nos pasó a todos y tal vez esa noción debería servirnos para entender que, mientras estemos aquí, las tragedias, las luchas, las injusticias, las revoluciones, las pandemias, las crisis económicas, las desapariciones, nos van a seguir pasando a todos, porque al final, es de una soberbia brutal no reconocer que tan solo somos uno entre millones.
