Intensidad de septiembre, 1

La historia real se oculta bajo la pátina de las apologías oficiales que la elevan a una gloria vacía, sin médula, sangre ni nervio, sin humanidad que da su vida aunque se orine de miedo o tiemble de impotencia. Así ahora, individuos y colectividades deciden seguir el ejemplo de los héroes, no para igualarlos sino solamente para estar a la altura de su tiempo: estos días espesados de sudor y saliva, de olor a mugre industrial, a muerte climática, a error e incertidumbre.

Una historia reaccionaria, revisionista y al final falsa e infame, quiere quitar el título de héroes a Cuauhtémoc, Juárez, Hidalgo, Josefa Ortiz, Morelos, Zapata y Madero, para cederlos a Hernán Cortés, Iturbide, la Güera Rodríguez, Maximiliano, Porfirio Díaz y en un descuido hasta a Victoriano Huerta. Sin embargo, fundados en documentos e investigaciones certificadas por sus colegas de México y del resto del mundo, los historiadores universitarios comprueban que lo protagonizado por nuestros heroicos antepasados fue aún más luminoso y duro de lo que enseñó el anecdotario de bronce canonizado por los gobernantes conforme a su momento, entorno e intereses.

Un ejemplo de sorna inmunda es el de quienes dicen que los niños héroes de Chapultepec ni fueron niños ni fueron héroes. Lo dicen porque ignoran o fingen ignorar que el concepto de adolescencia no regía ni en el tiempo de la invasión yanqui de 1847 ni en la primera conmemoración de aquella valerosa resistencia, pues se era menor de edad hasta los veinticinco años: ello explica el adjetivo “niños”. Y lo mismo, los intelectuales ñoños se burlan de la leyenda de Juan Escutia lanzándose al vacío envuelto en la bandera, soslayando que ese mito es el tributo de la tradición popular al espléndido gesto de quienes, por su edad y condición de cadetes, no debían haber estado en Chapultepec el lunes 13 de septiembre de 1847 y que, desacatando el reglamento y renunciando al descanso dominical, permanecieron en el frente por un deber que consideraron superior.

Ahora que esos pensadores a sueldo, bufones de la corte prianista, buscan viralizar el desprecio y el escepticismo hacia la vejez, esta vejez sin comprensión ni redentores ni certezas –como ayer la niñez frente al cielo implacable e inalcanzable–, rechaza retirarse de la historia. Pero no era del 13 sino del 23 de septiembre que quería hablar.

Esta vejez descalificada y caricaturizada no quiere ni busca eternidades, sin embargo, su corazón rejuvenece cuando alguien recuerda a los estudiantes del Politécnico que cayeron defendiendo sus derechos no por las balas del invasor sino por bayonetas mexicanas el 23 de septiembre de 1956, cuando alguien recuerda que en esa misma fecha, en 1965, un grupo de alzados contra la tiranía y la injusticia intentó tomar por asalto el cuartel militar de Ciudad Madera, Chihuahua, cuando alguien recuerda a quienes este día, en el año de 1968, hace exactamente 50 años, defendieron con su vida las instalaciones estudiantiles del Casco de Santo Tomás ante otra intervención, una más, del ejército mexicano. Y como para calar más los 23 de septiembre, en 1973 murió Pablo Neruda acosado por un ejército que tampoco defendió a su gente sino a un imperio extranjero.

Harvardotolo Massachusetts, Hidalgo. 23 de septiembre de 2018

Por: Agustín Ramos

El tiempo pasa, lo digo yo que nací en 1925, según los dueños de la palabra municipal. El tiempo pasa, hace un rato era de día y ahorita son las once con trece minutos de la noche. Me llaman Agustín Ramos (fíjense bien que no digo "me llamo", porque no acostumbro llamarme a mí mismo, ¿para qué?, si casi siempre estoy aquí conmigo). Nací en el año ya dicho por los ilustres poetas funcionarios, más ilustres que poetas, eso sí, aunque también el lustre y el puesto de funcionario les venga por la digna vía de la autopromoción. No es por hacer sentir menos a nadie, pero soy de Tulancingo... je, je. Me llevaron a México y ahí me puse a vivir. No concibo la escritura como algo distinto a la vida. Digo "viví" y es lo mismo que si dijera "escribí"; escribí millones de hojas, quince libros, o menos, como 17, entre novelas, ensayos y cuentos, sobre todo de temas históricos. Esto último gracias a la soberbia historia minera de estos lares míos y a la nostalgia que estos lares míos me producían cuando estaba recién llevado a México, ciudad donde viví y amé casi tanto como aquí. Y, bueno pues, ya son las once con 24. ¿Ven?, se los dije: el tiempo pasa, que me lo digan a mí que nací en 1925... Yo, el rey.






¿Y AHORA? - Agustín Ramos

El tiempo pasa, lo digo yo que nací en 1925, según los dueños de la palabra municipal. El tiempo pasa, hace un rato era de día y ahorita son las once con trece minutos de la noche. Me llaman Agustín Ramos (fíjense bien que no digo "me llamo", porque no acostumbro llamarme a mí mismo, ¿para qué?, si casi siempre estoy aquí conmigo). Nací en el año ya dicho por los ilustres poetas funcionarios, más ilustres que poetas, eso sí, aunque también el lustre y el puesto de funcionario les venga por la digna vía de la autopromoción. No es por hacer sentir menos a nadie, pero soy de Tulancingo... je, je. Me llevaron a México y ahí me puse a vivir. No concibo la escritura como algo distinto a la vida. Digo "viví" y es lo mismo que si dijera "escribí"; escribí millones de hojas, quince libros, o menos, como 17, entre novelas, ensayos y cuentos, sobre todo de temas históricos. Esto último gracias a la soberbia historia minera de estos lares míos y a la nostalgia que estos lares míos me producían cuando estaba recién llevado a México, ciudad donde viví y amé casi tanto como aquí. Y, bueno pues, ya son las once con 24. ¿Ven?, se los dije: el tiempo pasa, que me lo digan a mí que nací en 1925... Yo, el rey.