La comprensión ontológica 21

Jacobino, na (RAE)

Del fr. jacobin; propiamente ‘dominico’, por celebrar sus reuniones en un convento de dominicos, y este deriva del latín Iacobus ‘Jacobo’, por alusión al hospicio de peregrinos de Santiago de Compostela del que se encargaban estos religiosos.

  1. adj. Dicho de una persona: Militante, durante la Revolución francesa, del partido republicano caracterizado por sus procedimientos radicales y su rigorismo moral.
  2. adj. Defensor exaltado de ideas revolucionarias y radicales.

 

21.1     Fue hace mucho tiempo, hermano. Lo sé. No tienes nada de qué preocuparte. Tengo miedo. Fue hace mucho tiempo. Pero ahora cierro los ojos y, de forma incontrolable, veo el incontenible fuego en crescendo. Hay fantasmas en tu cabeza que aún te merodean. Y cuando abro los ojos ya no puedo ver nada. No te preocupes, ya todo se resolvió en su momento. No se “resolvió”. Bueno, entonces se disolvió. ¿Realmente se terminó el problema? Sigues vivo ¿no? Lamentablemente. ¿Por qué tanto nerviosismo? No quiero volver a sentirme así.

          ¿Recuerdas?

Estaba cabizbajo cuando las puertas del elevador se abrieron, levanté la mirada para entrar cuando, sorpresivamente, me encontré frente a él.

—Vamos a quemar la escuela —me dice.

 

21.2     No volví a saber nada del incendio en el castillo Humboldt hasta una semana después, primero por una llamada de mi prima Constanza informándome del siniestro y luego a través de mis propias indagaciones en la prensa. No había mucha información al respecto y los reportajes sólo se enfocaban en las víctimas, afortunadamente sólo hubo un muerto y los heridos no eran de gravedad. Sin embargo, comenzó a hablarse de sabotaje.

          Yo no fui.

Regresé a vivir a la vieja casona de mi abuelo en San Ángel, hice un convenio con Constanza, mi tutora, para que me dejase vivir solo si, y sólo si, le compartía un veinte por ciento de la herencia que ella juraba aún me darían. Cuando mi abuelo murió me nombró a mí su único sucesor, pero para que yo pudiera disponer de dicho legado tenía que, primero, cumplir la mayoría de edad y, segundo, terminar el bachillerato en el Humboldt Trinity College, un prestigiado internado en Lake Tahoe. Ahora bien, extinta la institución yo podría cumplir la segunda condición en cualquier otra preparatoria y, al cumplir la mayoría de edad, recibiría aproximadamente unos veinticinco millones de dólares. No obstante, también había una contraparte. Todos los parientes que apelaron el último testamento de mi abuelo argumentaban que yo había sido expulsado días antes de que la escuela fuese destruida a consecuencia del incendio, por lo que yo habría incumplido definitivamente con una de las condicionantes de mi sucesión. El problema para ellos era que no tenían pruebas documentales, sólo el testimonio del director quien, para infortunio de dichos familiares, fue la única víctima mortal. Constanza notó mi preocupación y me aseguró que ella se encargaría de todo, puso una cuenta a mi nombre para mis gastos personales y me aconsejó concentrarme en buscar una escuela para concluir el bachillerato. Le agradecí y, a solicitud de ella, re-confirmé nuestro convenio en una notaría.

—No quiero que te mal pases —me dijo al despedirse.

—Estaré bien.

—Cualquier cosa que necesites ahí está Angie.

Angie era la muchacha de la limpieza, una chica de Oaxaca morena y delgada.

—O le llamas directamente al licenciado Tejada.

Tejada era mi nuevo abogado.

—Ahí te dejé su número anotado junto al teléfono de la cocina.

—Voy a estar bien.

—¿Me lo prometes?

—Palabra.

Me besó en la mejilla, me miró a los ojos y me abrazó intensamente.

—Me aprietas, prima.

—Ay, perdón. Ya me voy, ya me voy.

—Con cuidado.

—Sí, sí, sí; bye-bye —dijo por último, se subió a su elegante auto y, moviendo efusivamente su palma izquierda, finalmente se fue.

Una semana después me visitaron dos prepotentes agentes de la Procuraduría General de la República para hacerme un interrogatorio.

Me negué.

Pero no se los hice saber explícitamente. ¡Son unos patanes! Para empezar me molestó su abrupta llegada, el incesante timbre y el tono dictatorial de su primitivo lenguaje, aunque me dio mucha risa su pretensión de intimidarme mediante varias artimañas vulgares, como hablando fuerte o haciéndose los listos o parloteando sobre leyes que ni ellos mismos comprendían o mostrando su arma o mirándome fijamente o queriéndome dar lecciones de derecho o refiriéndose a los peces gordos que conocían o simplemente porque todo lo anterior los hacía ver como una pareja de idiotas.

—No te burles de nosotros, chamaco.

Mi risa.

—Deja de reírte o te llevamos con nosotros.

Más de mi risa.

—Si te sigues poniendo de pesado le vamos a llamar a tus padres.

La carcajada total.

La comedia es el peor enemigo de los autoritarios y, paradójicamente para éstos, de forma involuntaria producían mis risotadas por sus abstractas amenazas.

—Eres menor de edad ¿verdad?

Asiento.

—¿Con quién vives aquí?

—Eso no le importa.

—Cuidadito con actitud ¿eh?

—No les importa con quien vivo.

—Mira, chamaco, estamos aquí para ayudarte.

—Les agradezco mucho.

—Pero si tú no cooperas no vamos a poder hacer nada por ti.

Ok.

—¿Dónde estabas cuando se incendió la escuela de Nevada?

—En el avión.

Silencio.

—¿En el avión?

—Ese día regresé a México, ¿no lo sabían?

Se miran entre ellos.

—¿Qué puedes decirnos acerca del incendio?

—Nada.

—Eras estudiante de la preparatoria Humboldt ¿no?

—Su nombre completo es Humboldt Trinity College.

—Estudiabas allí ¿sí o no?

Asiento.

—¿Por qué regresaste precisamente ese día?

—Me suspendieron temporalmente.

—¿No te expulsaron?

—Creo que ustedes ya saben demasiado, ¿por qué me siguen interrogando?

—Dinos por qué te expulsaron.

—Eso no les incumbe.

—¡Oye!

—Pues no les importa.

—¡No te quieras pasar de listo!

—¿Estoy obligado a responder?

—¡Pues sí!

—No quiero y, de una vez se los digo, me abstengo de seguir respondiendo.

—¡En Estados Unidos te acusan de haber provocado el incendio!

—¿Crees que estamos aquí sólo para que respondas a nuestras preguntas?

—Eso me dijeron ustedes cuando llegaron.

—¡O cooperas con nosotros o no te vamos ayudar en nada!

—¡Y los pinches gringos van a venir por ti!

—Y te va a llevar la verga.

—¡Así que comienza a hablar, chamaco pendejo!

—¡O nosotros mismos les ayudaremos para que te chinguen!

Silencio.

—¿Ya terminaron? —les pregunto poniéndome de pie—. Porque tengo cosas que hacer y, la verdad, ya no quiero seguirlos escuchando.

—¡Qué te crees!

—Los ayudé en lo que pude, o mejor dicho, en lo que quise. Y, a menos que traigan una orden de aprehensión, presentación o cualquier otro recurso judicial, les pido de la manera más atenta que salgan de mi casa. Ahora.

—No tiene por qué ponerse así, joven.

—Salgan de mi casa por favor.

—¿Nos está corriendo?

—Por tercera vez: salgan de mi casa.

Se miran, se encaminan a la puerta murmurando y, echándome amenazantes miradas, se retiran aún soltando indirectas de lo que podría pasarme. Cierro la puerta y, hasta muchos segundos después, escucho que su auto arranca. Suspiro hondo, observo el infinito verde del jardín y me siento en la banca de piedra a un lado del frondoso árbol de aguacate.

—¿Va a necesitar algo más, joven? —me pregunta Angie.

—No, muchas gracias. Ya vete a descansar.

—Si quiere puedo hacerle de cenar.

—Aún es temprano. Cenaré afuera. Pero tú prepárate lo que quieras.

Angie sonríe, asiente y se retira a la casa sin hacer ruido.

Aún es temprano.

 

Hasta el último instante del crepúsculo me quedé pensando en Humboldt, en mis momentos filosóficos de reclusión y, sobre todo, en el misterioso Meinong. ¿Recuerdas? El espíritu del niño que se aparecía enigmáticamente en el castillo.

—Por supuesto que recuerdo.

La última vez que lo vi entraba a uno de los sótanos alumbrándose con una vela.

—Lo recuerdo todo.

Yo lo seguía por un lúgubre pasillo hasta llegar a la vieja caldera tapiada, donde me volteó a ver sonriente mientras la pequeña flama, estremecedoramente, iluminaba su cara.

—Tu rostro.

Sin embargo, no era su cara sino el rostro de mi hermano.

—¿Listo? —me preguntó.

 

21.3     La iluminación es un proceso.

 

Continúa 22

Por: Serner Mexica

Filósofo por la UAM, estudió la Maestría en la UNAM y el Doctorado en la Universidad de La Habana. Fue Becario de Investigación en El Colegio de México y de Guionismo en IMCINE. En 2007 obtuvo el Premio Nacional de Dramaturgia EMILIO CARBALLIDO por su obra "Apóstol de la democracia" y en el 2011 el Premio Internacional LATIN HERITAGE FOUNDATION por su tesis doctoral "Terapia wittgensteiniana".






EL INDIO FILÓSOFO - Serner Mexica

Filósofo por la UAM, estudió la Maestría en la UNAM y el Doctorado en la Universidad de La Habana. Fue Becario de Investigación en El Colegio de México y de Guionismo en IMCINE. En 2007 obtuvo el Premio Nacional de Dramaturgia EMILIO CARBALLIDO por su obra "Apóstol de la democracia" y en el 2011 el Premio Internacional LATIN HERITAGE FOUNDATION por su tesis doctoral "Terapia wittgensteiniana".