Un año sin escuela

Hace unos días leía la publicación de un contacto en redes sociales en la que afirmaba que había tomado una dura pero muy pensada decisión: no inscribirá a su hijo a la escuela el próximo ciclo escolar. Su decisión causó mucho revuelo y controversia entre sus seguidores. Por una parte, se le cuestionaba la “falta de responsabilidad” por pausar la educación de su hijo y, por otro, se le apoyaba por la forma de ver el problema de educar desde casa en las condiciones que impone la Secretaría de Educación Pública.

Esta decisión da para una profunda reflexión, sobre todo porque seguramente no se trata de la única persona que haya pensado en que esto es lo mejor dadas las circunstancias. El contexto es variado, pero al mismo tiempo es compartido; es difícil imaginar que con los horarios impuestos por la SEP (de 8 de la mañana a 3 de la tarde), un niño pueda siquiera permanecer sentado frente a una computadora, sin mencionar que ese horario excede por mucho al que tienen de manera presencial. 

Otra de las observaciones es que no todas las familias pueden costear esas horas de internet y qué decir de lo que implica para una madre o padre colaborar con esa rutina cuando también tienen que trabajar y usar esa misma computadora mientras intentan hacer frente a las desventajas de la nueva y horrible normalidad.

El problema de estas decisiones y horarios subyace en que las instituciones y las empresas no conciben pagarle a un empleado por “no hacer nada”, por eso las formas de explotación en esta pandemia se han diversificado y hecho más creativas, porque trabajar en casa “no debe ser complicado”, “es más cómodo”, “no se tiene que salir”. El problema de la nueva educación es también un problema laboral, es la negación de los empleadores para flexibilizar las formas de trabajar sin sentir que le regalan el dinero a los docentes o a cualquier otra persona con un empleo.

Un año sin escuela para un niño en educación básica es debatible, pero en estos momentos es, incluso, necesario. La educación tiene que transformarse, flexibilizarse, abrirse a una nueva era en la que la planeación muera y la creatividad se apodere de esos espacios que, con o sin pandemia, llevan años en la sala de urgencias.


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