El epitafio de Anaya

Fue una campaña agobiante. El desgaste comenzó antes: en febrero de 2018, en el limbo de esa etapa llamada “intercampaña”, el gobierno federal sembró la sospecha sobre la honorabilidad de quien tiempo atrás había sido un gran aliado. Lavado de dinero, relaciones para favorecer negocios personales y muchos más se fijaron como mensajes firmes en el imaginario que juzga antes de reflexionar. Luego el medio oficialista, El Universal, el “gran diario de México”, se dedicó, de forma sistemática y por consigna, a publicar escandalosos encabezados y “reportajes” cuyo único fin era debilitar la imagen del encumbrado panista. Luego, en contraataque, llegó el deslinde, la explicación, el juicio, la disculpa, el desmentido, pero en la opinión pública se había incrustado esa idea: desgastar desde la víspera de la campaña al candidato de la derecha.

En su defensa, el líder del Frente (PAN, PRD, MC) se vio obligado a concentrar demasiada atención y esfuerzo en aclarar la campaña negra del CISEN, de la PGR, del PRI y en ese esfuerzo angustioso por salir airoso de tanto fango tuvo el atino de reunir a personajes de la sociedad civil (artistas, políticos, intelectuales…) que exigieron fin a la persecución del régimen contra su persona. Tras aquella reyerta, fueron muy pocos quienes se atrevieron a poner las manos en el fuego por la honestidad de Ricardo Anaya Cortés, por el contrario: se avivaron los odios de un grupo importante de correligionarios. Luego de haber operado en pactos secretos para configurar aquella coalición que sólo beneficiaba sus intereses, dejó fuera a grupos poderosos del panismo, a quienes aisló del proceso interno de puestos de elección popular. Con las mejores artes del priísmo autoritario de los tiempos de Miguel Alemán, el panista resultó más maquivélico que Luis Echeverría en el arte de repartir puestos y candidaturas. Se blindó con sus incondicionales y atrajo a las viejas fuerzas del partido para convertirlos en sus operadores, amén de controlar a los partidos del frente y reducir al PRD a un partido al servicio de la voluntad del líder de la derecha. En aquella coyuntura se enemistó con símbolos de la historia reciente del PAN, fue contra Felipe Calderón y Margarita Zavala, a quien despojó de un legítimo derecho para contender por la elección del partido.

El mensaje estaba claro: nadie por encima de Anaya y sólo él podría encabezar la candidatura. Así, con ese vigor, la respuesta de los marginados de su partido provocó el fuego amigo. Con enemigos creados en esa coyuntura alimentó el odio de un sector de aliados a Calderón y a personajes que nunca aceptaron al PRD como compañía; no pudo contener el resquebrajamiento del partido que en 1939 Manuel Gómez Morín fundó para enfrentar al oficialista partido de los caudillos revolucionarios y la torpeza de su estrategia ayudó a fracturar a los panistas en dos bloques: los anayistas y los antianayistas.

En esabatalla y con el poder de la estructura panista ganó el pragmatismo y perdió la tradición, así el joven Anaya se apoderó de la candidatura con el precepto de “el fin justifica los medios”; luego, en su utópica idea, suponía que habría tiempo para sanar las heridas. Nunca hubo tiempo para resolver los conflictos y diferencias con quienes quedaron al margen; se lanzó a la campaña y desde el comienzo tuvo que enfrentar dos metas: restituir la reputación dañada por el escándalo y, en paralelo, levantar una campaña basada en la promesa de un gobierno de coalición que buscaría instaurar la moral en la honestidad del servicio público y recuperar algunas reivindicaciones sociales de la izquierda.

Esas eran las intenciones iniciales, sin embargo, una pesó más que otra: aclarar el asunto de las naves industriales, la doble moral, los constantes viajes a Atlanta, la relación de su esposa con Carlos Salinas de Gortari y al final eso terminó debilitando su campaña.

La integración de un eficaz equipo estratégico encabezado por Jorge Castañeda no fue suficiente para enfrentar la poderosa artillería de Andrés Manuel López Obrador. Las aclaraciones, los desmentidos, la victimización y la virulencia no alcanzaron para poner a Ricardo Anaya en ese escenario promisorio en el que lucía en aquel febrero, cuando parecía un competidor de altura para contender con el pejecandidato.

La oportunidad de Anaya pasó y con un vaticinio (casi) imposible de remontar tendrá que ir pensando cómo reconstruir y sanar las heridas de su fallido intento por llegar a la Presidencia. Anaya nunca convenció; decepcionó, agotó sus energías en pleitos con los suyos y con sus otrora aliados. Ahora deberá estoicamente aceptar que el sistema, el adversario y el panismo lo vencieron. Los resultados de las urnas reflejarán el fracaso de una ambición enferma. Anaya se agotó y toda esa juventud y energía no le alcanzó para llegar fortalecido, por el contrario.

A partir del 2 de julio, el rubio y delicado candidato, que tratando de superar la falta de carisma por agradar a los jóvenes y congraciarse con todos los grupos sociales, fue capaz de hacerlo todo: desde tocar la batería, bailar el trompo, montar, ponerse el traje de charro, enfrentar a los críticos universitarios de la Ibero, entre otros actos de promoción desesperada, tendrá que aceptar su fracaso, solamente suyo porque en su egoísmo e individualismo olvidó a las bases, a los aliados, a los principios. Difícilmente tendrá otra oportunidad. En el epitafio político de Ricardo Anaya se inscribirá una frase que diga: “Insistió, traicionó y fracasó”.

Por: Mario Ortiz Murillo

Maestro en Estudios Regionales, realizó estudios de Marketing político y gubernamental. Académico, periodista y sociólogo urbano; amante de los mejores y peores lugares de la Ciudad de México, a la que pensó que le venía mejor rebautizarla como Estado de Anáhuac que CDMX. Desertor de la burocracia convencido de la poderosa energía de la sociedad civil y marxista especializado en la corriente Groucho (Marx). De profundas raíces fronterizas chihuahuenses, se siente más juarense que Juan Gabriel, aunque ninguno de los dos haya nacido en la otrora Paso del Norte. A punto de doctorarse, le ha faltado tiempo (y motivación) para lograr el grado. Observador de la política nacional e internacional que siempre le resulta un espectáculo más divertido que la más sangrienta de las luchas de la Arena Coliseo. Entre los personajes que más ha respetado en la política se encuentran Heberto Castillo, Arnoldo Martínez Verdugo, Valentín Campa, Carlos Castillo Peraza, Luis H. Álvarez, Olof Palme, Willy Brandt y Fidel Castro. Todavía sueña que en este país la izquierda merece una oportunidad para llegar a la Presidencia de la República; espera verlo antes de morir.


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EL ABISMO - Mario Ortiz Murillo

Maestro en Estudios Regionales, realizó estudios de Marketing político y gubernamental. Académico, periodista y sociólogo urbano; amante de los mejores y peores lugares de la Ciudad de México, a la que pensó que le venía mejor rebautizarla como Estado de Anáhuac que CDMX. Desertor de la burocracia convencido de la poderosa energía de la sociedad civil y marxista especializado en la corriente Groucho (Marx). De profundas raíces fronterizas chihuahuenses, se siente más juarense que Juan Gabriel, aunque ninguno de los dos haya nacido en la otrora Paso del Norte. A punto de doctorarse, le ha faltado tiempo (y motivación) para lograr el grado. Observador de la política nacional e internacional que siempre le resulta un espectáculo más divertido que la más sangrienta de las luchas de la Arena Coliseo. Entre los personajes que más ha respetado en la política se encuentran Heberto Castillo, Arnoldo Martínez Verdugo, Valentín Campa, Carlos Castillo Peraza, Luis H. Álvarez, Olof Palme, Willy Brandt y Fidel Castro. Todavía sueña que en este país la izquierda merece una oportunidad para llegar a la Presidencia de la República; espera verlo antes de morir.