Matar a Donald Trump

El verdadero muro es el miedo

 

Estudié en el colegio Williams toda mi vida, desde preprimaria hasta la prepa, pero al salir de ahí (cuando me expulsaron por haber instalado una paloma que destruyó uno de los escusados) quería conocer otros mundos distintos a ese mundo en el que había crecido; ya no quería ser un burgués cínico sino un auténtico poeta que explora todas las posibilidades literarias del ser. Un filósofo del devenir.

No obstante mi anterior discurso, me encuentro en una fiesta de dicha generación; una vieja casona en la calle Francisco Sosa. Hay mucha gente y reconozco a muy pocos, la mayoría son fantasmas, los observo y la popularidad en la fiesta reside en quién es más exitoso en los negocios, por lo que yo me mantengo alejado y misterioso, como leyenda urbana que está más viva en los recuerdos de la escuela que en la vida diaria de toda esta banda. ¿A quién le importa la vida de un filósofo? A nadie de aquí, eso es seguro. Algunos me saludan, otros sólo me miran cuchicheando y, luego de que platico trivialidades con algunos fanáticos de mis atentados, decididamente me aparto de todos. Voy a refugiarme a una pequeña y antigua sala al otro lado de la estancia, me siento aliviado estando solo y me siento en un sillón arrinconado junto a una vieja lámpara. A mi lado un enorme librero, lo miro y un libro me grita. La nada nadea, compilación de ensayos sobre Heidegger.

El ser como existencia y su esencia como el devenir de su propia naturaleza, leo y reflexiono en el problema filosófico de la identidad y su interpretación; inevitable la ejemplificación, la concreción mediante la trágica coyuntura del racismo y la segregación. ¿Por eso Trump trumpea? ¿Y esa es su verdadera naturaleza o sólo el personaje para llegar a la casa blanca? ¿Seguirá trumpeando igual que cuando era candidato? ¿Y enoja tanto a los mexicanos sólo por lo que dice o porque muchos gringos piensan como él? Mis pensamientos se interrumpen, momentáneamente, cuando una mujer entra y se sienta al otro lado de la sala. Discretamente, me pongo mis lentes de miope para observarla y mi mente se paraliza por su personalidad, el basamento de su belleza monumental. Su lindo perfil al mirar los óleos en las paredes, su sonrisa al mirar su teléfono y sus ojos, sus ojos. Me sumerjo en los ojos más hermosos… Reacciono y vuelvo al libro, me quito los lentes y continúo leyendo. Vuelvo a la naturaleza del ser y medito en el último párrafo del escrito; viendo al vacío, a la nada, mi mirada por completo desenfocada. Sin embargo, mis ojos se dirigen directamente a los de ella sin darme cuenta; segundos, muchos segundos. Y en la imagen borrosa percibo que levanta su mano ¿saludándome? Sorpresivamente me lanza un beso.

Cierro rápido el libro y me lastimo el pulgar, de reojo la miro pero no hago caso; ya me ha pasado que creo que alguien me saluda y en realidad no me saluda, se siente muy feo y por eso ya no me confío al respecto. Empero, me sigue mirando y mi intuición me grita que espera una respuesta. No te creo. Me pongo los lentes y todo regresa a la normalidad, ella observa su teléfono. ¿Ya ves? Tenía razón. ¿En qué me quedé? Mientras busco el párrafo perdido, su mano golpea la mesa de la lámpara, levanto mi mirada y, aún enojada, tiene la más hermosa mirada.

—¡Qué te pasa!

—¿Eh?

—Te tiro la onda y tú nada. ¿Por qué te me quedas viendo y luego no reaccionas? Si no te gusto no hay pedo, pero no te andes con jaladas.

Y se retira dejando una estela de hermosura, la espalda de la protagonista de un cuadro de Rembrandt, su silueta y las sombras y la textura del óleo endurecido con delicadas sombras. Dejo caer el libro, involuntariamente, y la página setenta y dos dice Sólo hay mundo donde hay lenguaje. Me levanto y atravieso la casa en su búsqueda, no está por ningún lado y rápidamente voy a la puerta principal. Salgo a la calle y ahí está, desvaneciendo en su caminar la penumbra que acaricia los árboles del parque Santa Catarina.

—¡Cómo te llamas!

Se detiene y, delicadamente, voltea; su mirada delineada por el cuello de su chamarra de piel negra que en la espalda tiene una figura hecha de tachas color plata. Una diosa griega alumbrando el destino y mi mirada.

—Invítame un mezcal.

—Sí… —contesto titubeando.

—¿Sí o no?

—¡Sí!

Apenas ríe y las hojas de los árboles vibran metafísicamente, la poética de la emoción y el enigma como explicación. Vamos a una barra de tapas, pizzas y chapatas; nosotros sólo mezcal. Ella es actriz y yo un poeta, una combinación compleja pero compartimos tendencias artísticas, intuiciones emocionales y estéticas. Le gusta experimentar en escena y el riesgo de la desinhibición, los retos actorales y, por supuesto, los personajes oscuros. Brindamos por tercera vez cuando recibe una llamada.

—¿Hola?… Sí, ya está todo listo. Mañana lo llevo. Todo bien, no te preocupes. Cenando. Muy bien. Te veo mañana. Sí, como estaba planeado.

Cuelga y seguimos platicando. Se interesa por conocer mi filosofía y se sonroja mi alma, le explico mi tesis de la comprensión ontológica y me enseña las fotos de algunas pinturas para ejemplificar algunos conceptos de nuestra conversación. Me pasa su teléfono para que yo mismo las seleccione mientras ella pide el cuarto y último mezcal de la noche. Sorpresivamente aparecen, primero, fotos de armas de alto calibre, continúo (en una inercia del mezcal y no de la curiosidad) y luego un video de ella disparando. Me quedo pensando y yo jamás he usado un arma, ni siquiera de diábolos.

—¡Esas no las veas! —me reclama riendo—. Es un entrenamiento que hice… ¡Pero no las veas, me veo muy fea!

—Es imposible que tú te veas fea.

Sonríe y, luego de chupar un gajo de naranja con chile en polvo, me besa; me toma ligeramente la barbilla y bebe. Pide la cuenta e inmediatamente se para a bailar, apenas me percato que Jim Morrison está cantando.

Bailamos, echamos desmadre y nos seguimos besando. Nos abrazamos y, con la mirada, nos retiramos de la barra bajo la neblina y los restos de lluvia; se detiene, suspira pensativa. Le pregunto y me dice que es la última vez que estaremos juntos. ¿Por qué dices eso? Nuestras figuras fundidas bajo la penumbra que continúa en su recámara. Me quita la camisa cuando vuelven a llamarla, contesta molesta y sale de prisa. Me veo en el espejo de la cómoda y me hace falta hacer ejercicio; una cajetilla de cigarros en su buró y prendo uno mientras espero, busco el baño pero abro la puerta equivocada, una súbita sorpresa. El armario tapizado de imágenes tachoneadas de Donald Trump en campaña y la leyenda Make America great again como constantes letras. No es un altar, sino más bien parece como un objetivo…

—¿Qué haces? —me sorprende por la espalda y me quita el aliento.

—Nada, nada, estaba buscando el baño.

—Es ahí.

Asiento y entro, me echo agua en la cara y me miro al espejo. Todos tienen sus manías ¿no? Me arreglo un poco el pelo y salgo. Ella me recibe con una avalancha de besos y me tira en la cama; por un momento se me queda viendo. ¿Qué? Me abraza. La miro y la beso, sus labios y su cuello, sus senos y su sexo. Entonces hacemos el amor más grande de todos los tiempos.

—Es la última vez que nos veremos —me dice y fuma pensativa.

—¿Por qué? —le pregunto y me contesta con una suspirada pausa. Finalmente me cuenta de su activismo revolucionario. El origen, proceso y desarrollo de su movimiento. Una pausa larga, extendida y con sus primeras lágrimas; no obstante, continúa su relato. Ha comprometido su vida a dicho grupo y sólo puede confiarme que morirá al cumplir con su única misión. La más importante de todas.

—¿Pues qué tienes que hacer? —pregunto ingenuamente.

—Matar a Donald Trump.

Un silencio sobre el tema eterno. Apaga el cigarro y se viste invitándome a desayunar, seguimos platicando de filosofía y le comparto algunos de mis textos. Le llaman y no contesta, me mira a los ojos y vuelvo a sumergirme en el paraíso más hermoso. Se despide dándome un abrazo muy fuerte y un beso en los labios, y vuelve a desvanecerse en la distancia del tiempo y el otoño. Un cuadro de Van Gogh.

No la he vuelto a ver desde entonces. Mi corazón está desolado y mutilado, temblando y extrañando, extrañando su ser y extraordinario deber ser. Ayer regresé a su casa y ya estaba habitada por otras personas. La he buscado por toda la red y nada, nada de nada y mi alma permanece abandonada. Mi única esperanza es que cumpla su misión. Sólo así podré saber de ella y, quizá, volver a verla.

 

*          *          *

Por: Serner Mexica

Filósofo por la UAM, estudió la Maestría en la UNAM y el Doctorado en la Universidad de La Habana. Fue Becario de Investigación en El Colegio de México y de Guionismo en IMCINE. En 2007 obtuvo el Premio Nacional de Dramaturgia EMILIO CARBALLIDO por su obra "Apóstol de la democracia" y en el 2011 el Premio Internacional LATIN HERITAGE FOUNDATION por su tesis doctoral "Terapia wittgensteiniana".


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EL INDIO FILÓSOFO - Serner Mexica

Filósofo por la UAM, estudió la Maestría en la UNAM y el Doctorado en la Universidad de La Habana. Fue Becario de Investigación en El Colegio de México y de Guionismo en IMCINE. En 2007 obtuvo el Premio Nacional de Dramaturgia EMILIO CARBALLIDO por su obra "Apóstol de la democracia" y en el 2011 el Premio Internacional LATIN HERITAGE FOUNDATION por su tesis doctoral "Terapia wittgensteiniana".