Ser y Devenir 80

La noche en el desierto se convierte en el cielo más grandioso, infinito y hermoso, imponente, majestuoso y trascendental universo físico-metafísico del peyote.

 

Era de noche

cuando salimos

para San Luis

cerca de ti…

 

Las estrellas brillan potencialmente, la luna aparece de manera imposible contradiciendo la física formal que, incluso, alcanzas a ver con absoluta claridad las líneas que configuran las constelaciones. Luces tintineado por todas partes, lo ilimitable respirando la perspectiva celeste y las nubes formando la poesía del espíritu de la historia. Y eso es, únicamente, mirando el cielo.

—¿Hay un ritual para comerlo?

—Para mí comienza con el viaje físico.

Acampar fue una odisea, alejarnos a pie del auto por un río seco fue lo más agotador bajo el infierno desértico del sol; las piedras, la arena y el nivel irregular lastima tobillos, pies y, si no llevas calcetas, inmediatamente aparecen las primera ampollas. Las cactáceas rozan las piernas, manifestándose de mil maneras y brotando todo el tiempo de la tierra. Una hora después de pesada caminata, incluso siendo el mayor tiempo de bajada, nos adentramos en un aparente valle que, en realidad, está cubierto de las más variadas expresiones de flora con espinas de todos tamaños y colores. Espinas por todas partes, en matorrales, enredaderas y, por supuesto, innumerables cactáceas. Todo el espacio estaba invadido de espinas, rodeado de letales puntas y estaba porque después dejó de estarlo.

—¿Por qué?

—Porque dejas de creer que, como humano, eres el centro del universo.

El peyote es un cactus que no tienes espinas, en vez de ello tiene unos pelos blancos que, al fumarlos, sientes que tu cuerpo mete clutch y te vas de bajada sin usar el motor racional del sentido lógico-formal; una especie de bajada inquisitiva que, paulatinamente, se vuelve metafísica. La paz con respecto a aquella voluntad Schopenhaueriana, con aquella voluntad del súper-hombre y con aquella enferma voluntad humana de tener siempre la razón. ¿El principio de la sabiduría? Aunque supuestamente no se deben fumar, en mi segundo viaje (verano 2010) así me lo advirtió el anciano que, como parte del viaje, apareció mágicamente a mi lado; durante la noche, bajo las danzantes constelaciones, cuando me alejé demasiado de la luz ya imperceptible de la fogata en el campamento. Ya estando solo, sereno y reflexivo bajo el concierto de la naturaleza, ví las líneas de fluidez del universo (concepto que conocí en Las Enseñanzas de Don Juan de Carlos Castaneda) y, luego de caminar un buen trecho, me detuve especulativo y sumamente sensible en todos los sentidos, su interpretación y la síntesis dialéctica de las creativas contradicciones entre mi cuerpo y pensamiento. Sin embargo, en ese momento toda estaba claro, ya no había disentimiento de mi parte y, por primera vez en mi vida, experimenté mi propia teoría, esto es, la comprensión ontológica.

Entonces el momento más intenso del viaje, al menos en interacción, cuando vislumbré a mi lado derecho a dos seres pequeños, de menos de un metro de estatura, uno con cabeza de tejón y otro de perro o coyote. A mi lado izquierdo otro pequeño ser, éste con cabeza de tlacuache y, a su lado, un anciano indígena. Los cuatro miraban al horizonte cuando el anciano, entre muchas otras cosas, me advirtió:

—No vayas a fumar los pelos blancos.

—No, no, no, claro que no; pero… Y si por descuido te comes algunos ¿te hacen daño? —apenado pregunté y, éste muy serio, sólo negó con la cabeza—. ¿Es una negación de que no hacen daño o una negación en desaprobación de que me los haya comido?

Me volteó a ver, me sonrió condescendientemente y, mientras la luz de la luna brillaba en todo su esplendor, su rostro comenzó a deshacerse —o eso parecía— como si fuera de cera o plástico caliente. Al principio me asusté, pero me fui dando cuenta que sólo era una extraña ilusión porque por más que su rostro parecía deshacerse pues, contrariamente al proceso temporal, nunca se deshacía. Sólo parecía que se deshacía y, como una foto con cierto movimiento, simplemente así se mantenía y permanecía. Los pequeños seres se alejaron siguiendo alguna de las líneas y cada uno en una distinta. El anciano me indicó con su brazo que yo hiciera lo mismo en alguna otra, pero me dio miedo. No al misterio metafísico de lo místico sino miedo auténticamente físico.

—¿A qué te refieres? —me preguntó Gerona.

—A pesar de que no tenía miedo de lo que estaba experimentando, sí temía que por descuido o desatención tuviese un accidente, como espinarme o caerme gravemente. Era de noche, estaba muy lejos e imagínate una fractura aquí, solo y sin ninguna señal de comunicación.

Me quedé pensando y, cuando me di cuenta, ya estaba solo y el anciano ya no estaba a mi lado; no obstante las líneas me seguían llamando. Estuve a punto de seguir una y saciar mi eterna curiosidad de humano pero algo instintivo, ultra-meta-físico, me pidió no intentarlo.

—¿Por qué?

—Yo creo que porque aún no estaba preparado.

—¿Y ahora lo estás?

Luego de unos momentos de cavilarlo, asiento honesto observando sus hermosos ojos moros, sus hipnóticos labios de cereza y su bonita nariz levemente respingada. Veo su boca y quiero besarla, veo su cuello y quiero olerlo y con sus hombros quiero hacer ambas cosas, olerlos y besarlos mientras la abrazo, empero, un relámpago me interrumpe y nos obliga a desviar nuestras miradas al horizonte cuando se anuncia el poderoso trueno. Apenas son las 15:51 horas y, a la distancia, está lloviendo en varias zonas que, por el viento y su movimiento de las nubes, parecen dirigirse hacia nosotros.

—¿Qué hago aquí? —suspiró filosóficamente ante la inmensidad.

Llegamos en la mañana a Real de Catorce, atravesamos la montaña por el enigmático túnel y, luego de chocar levemente contra un poste que liberó a un extraño burro color pinto, nos estacionamos justo enfrente de la Casa de Cultura.

Está cerrada, pregunto a dos policías municipales y me dicen que hasta el viernes hay actividades. Volteo para decirle a Gerona y no la veo por ninguna parte, cierro el auto y, luego de que una señora (al notar mi búsqueda) señala con la mano una iglesia, le agradezco y me dirijo hacia ésta. Está vacía y fría, estrechamente alta y con mucho polvo. La descubro sentada en primera fila y me sorprende pues parece que reza, pero al acercarme noto que en vez de ello está prendiendo el Bong. Una enorme nube de marihuana se eleva como un ángel hasta el último rincón de la bóveda de piedra.

—¿Qué hacemos? —le pregunto, me mira y recarga su cabeza en mi hombro; tiemblo un poco al sentir su cuerpo, ella suspira hondo y, luego de unos momentos de silencio, me mira a los ojos:

—Vamos al desierto.

 

Continúa 81

Por: Serner Mexica

Filósofo por la UAM, estudió la Maestría en la UNAM y el Doctorado en la Universidad de La Habana. Fue Becario de Investigación en El Colegio de México y de Guionismo en IMCINE. En 2007 obtuvo el Premio Nacional de Dramaturgia EMILIO CARBALLIDO por su obra "Apóstol de la democracia" y en el 2011 el Premio Internacional LATIN HERITAGE FOUNDATION por su tesis doctoral "Terapia wittgensteiniana".






EL INDIO FILÓSOFO - Serner Mexica

Filósofo por la UAM, estudió la Maestría en la UNAM y el Doctorado en la Universidad de La Habana. Fue Becario de Investigación en El Colegio de México y de Guionismo en IMCINE. En 2007 obtuvo el Premio Nacional de Dramaturgia EMILIO CARBALLIDO por su obra "Apóstol de la democracia" y en el 2011 el Premio Internacional LATIN HERITAGE FOUNDATION por su tesis doctoral "Terapia wittgensteiniana".