A medio siglo del bazucazo en San lldefonso

Hace cincuenta años el Ejército mexicano violentó la autonomía universitaria: con bazucas destruyó la puerta colonial de la Escuela Nacional Preparatoria número 1, de San Ildelfonso. Fue una noche de terror. Morteros, rifles y bayonetas sostenidas por centenares de soldados convirtieron en una escenografía inédita las calles de Justo Sierra y San Ildelfonso, en el perímetro del barrio universitario.

Era la primera hora del martes 30 de julio de 1968 cuando el Ejército perpetró el simbólico recinto de la universidad y, a cachazos, balas y un bazucazo, arrancaron el himen de la autonomía conquistada en 1929. Las obedientes fuerzas castrenses diazordacistas castigaron y vejaron a los jóvenes estudiantes, a quienes trataron como terroristas.

El operativo provocó que las paredes de las preparatorias uno y tres se tiñeran de sangre. Se había profanado el campus y se había ofendido a toda la comunidad de la UNAM. El gobierno utilizó al Ejército para declararle la guerra a la sociedad crítica, a los jóvenes, a los estudiantes y en su cerrazón esa noche exhibió la estrechez de cerebro del gorila que dirigía al país, el puritano poblano que llevó la tesis del monopolio de la violencia a la práctica de forma vil y artera, con saña y usando a fuerzas armadas para aniquilar a quienes disentían, amedrentándolos y llevando a la cárcel a quien por ser joven le resultaba sospechoso.

Al día siguiente, el rector Javier Barros Sierra condenó los hechos y en un valiente discurso declaró “un día de luto para la universidad”. No era para menos, una parte del territorio de la UNAM había sido ultrajada por el autoritarismo y el odio del gobierno, ese que se distinguía por su incapacidad de sostener un diálogo con los estudiantes, a los que desde el principio menospreció.

Barros Sierra advirtió la amenaza de la autonomía e hizo énfasis en que ésta “no es una idea abstracta; es un ejercicio responsable que debe ser respetable y respetado por todos”.

No podemos quedar ajenos a las lecciones de la historia, especialmente cuando pasajes trágicos como el bazucazo del 68, Aguas Blancas, Iguala, entre otros, nos recuerdan la fragilidad de nuestro Estado democrático. Con estos antecedentes, la tentativa por reprimir a quienes disienten ha estado presente, en mayor o menor medida en cada gobierno, aunque el de Díaz Ordaz quedará inscrito en los registros de la memoria histórica como la expresión más indignante de la barbarie.

Los jóvenes del 68 impulsaron, sin proponérselo, el despertar de una lucha contra el régimen de Estado de partido único. La dictadura perfecta del PRI, a la que se refería Vargas Llosa, operó de forma efectiva y eficiente al perpetuar un sistema que beneficiaba a esa plutocracia retratada en los cartones de Abel Quezada. Los controles del poder heredado de la Revolución Mexicana olvidaron el componente social y a cambio privilegiaron la conformación de un modelo centralista basado en caudillos que después se transformarían en aristócratas al servicio del presidente de la República.

El servilismo hacia la figura presidencial le permitió al PRI oscilar en el péndulo de la política de masas, reivindicando la bandera de la izquierda hacia el extremo de la derecha más conservadora y reaccionaria, como ocurrió con Gustavo Díaz Ordaz.

Al final de cuentas los lacayos del poder habían arrojado a la basura la promesa de tierra y libertad a cambio de una recomposición de fuerzas políticas y abrirle la puerta a una nueva burguesía que durante el porfiriato había quedado al margen de las decisiones políticas. En ese Frankenstein se convirtió el PRI: sin identidad, al servicio de los capitales y las élites, olvidándose de la herencia de los revolucionarios que buscaban equidad y justicia.

El bazucazo contra la Escuela Nacional Preparatoria, ese espacio de la UNAM que hoy honramos y recordamos, así como a sus jóvenes humillados por el fusil del Ejército, son herencias que más que nunca deberán estar presentes en la memoria social y alentarnos a edificar una sociedad donde a ningún joven, adulto o niño se le silencie con un fusil, aunque su demanda sea incómoda para el gobierno.

La universidad nos ha enseñado a quienes ocupamos sus aulas a convivir en el pluralismo, en la tolerancia a quienes piensan diferente y en la academia se discuten posturas en una arena académica, en la que la violencia es inadmisible.

Grande, muy grande en estatura, inteligencia y civismo, fue el rector de la máxima casa de estudios en 1968, Javier Barros Sierra, cuando pronunció: “La universidad es lo primero; permanezcamos unidos para defender, dentro y fuera de nuestra casa, las libertades de pensamiento, de reunión, de expresión y la más cara: ¡nuestra autonomía! ¡Viva la UNAM! ¡Viva la autonomía universitaria!”.

Por: Mario Ortiz Murillo

Maestro en Estudios Regionales, realizó estudios de Marketing político y gubernamental. Académico, periodista y sociólogo urbano; amante de los mejores y peores lugares de la Ciudad de México, a la que pensó que le venía mejor rebautizarla como Estado de Anáhuac que CDMX. Desertor de la burocracia convencido de la poderosa energía de la sociedad civil y marxista especializado en la corriente Groucho (Marx). De profundas raíces fronterizas chihuahuenses, se siente más juarense que Juan Gabriel, aunque ninguno de los dos haya nacido en la otrora Paso del Norte. A punto de doctorarse, le ha faltado tiempo (y motivación) para lograr el grado. Observador de la política nacional e internacional que siempre le resulta un espectáculo más divertido que la más sangrienta de las luchas de la Arena Coliseo. Entre los personajes que más ha respetado en la política se encuentran Heberto Castillo, Arnoldo Martínez Verdugo, Valentín Campa, Carlos Castillo Peraza, Luis H. Álvarez, Olof Palme, Willy Brandt y Fidel Castro. Todavía sueña que en este país la izquierda merece una oportunidad para llegar a la Presidencia de la República; espera verlo antes de morir.






EL ABISMO - Mario Ortiz Murillo

Maestro en Estudios Regionales, realizó estudios de Marketing político y gubernamental. Académico, periodista y sociólogo urbano; amante de los mejores y peores lugares de la Ciudad de México, a la que pensó que le venía mejor rebautizarla como Estado de Anáhuac que CDMX. Desertor de la burocracia convencido de la poderosa energía de la sociedad civil y marxista especializado en la corriente Groucho (Marx). De profundas raíces fronterizas chihuahuenses, se siente más juarense que Juan Gabriel, aunque ninguno de los dos haya nacido en la otrora Paso del Norte. A punto de doctorarse, le ha faltado tiempo (y motivación) para lograr el grado. Observador de la política nacional e internacional que siempre le resulta un espectáculo más divertido que la más sangrienta de las luchas de la Arena Coliseo. Entre los personajes que más ha respetado en la política se encuentran Heberto Castillo, Arnoldo Martínez Verdugo, Valentín Campa, Carlos Castillo Peraza, Luis H. Álvarez, Olof Palme, Willy Brandt y Fidel Castro. Todavía sueña que en este país la izquierda merece una oportunidad para llegar a la Presidencia de la República; espera verlo antes de morir.