La comprensión ontológica 32

—¿Estás bien? —me pregunta Juliana despertándome por completo de mis recuerdos.

Ámsterdam, 4 de agosto, 2018

—No —respondo cubriéndome el rostro con ambas manos.

—¿Fue por lo que te dijo ese sujeto en Leidseplein?

La miro, suspiro hondo y asiento cabizbajo:

—Cuando me acusaron de incendiar la escuela tuve que huir-esconderme para evitar ser arrestado, tras salir del Distrito Fenderal estuve recluido un mes en un hotel de Cuautla y, posteriormente, Constanza me llevó con sus parientes a un rancho entre los límites de Jalisco y Michoacán.

Quedo en silencio, recordando perfectamente mi llegada y los primeros días; una bonita cabaña únicamente para mí, una hermosa yegua color chocolate como obsequio de bienvenida y, lo más sorpresivo de todo, mi primera jornada laboral.

—¿Qué hacías? —me pregunta, voy a contestar pero, al rememorar la imagen de una AK-47 apuntándome, me arrepiento de decirle todo.

—Colectas.

—¿Qué es eso?

—Cobros, pero yo no hacía nada —aclaro—, sólo acompañaba a mi jefe que era prestamista y mi único trabajo era llevarlo a él o a uno de sus empleados a hacer el cobro y ya.

—¿Y ya?

—Si no pagaban completo, lo que casi siempre sucedía, regresábamos la siguiente semana por más intereses acumulados.

—¿Y si no pagaban?

—No lo sé —miento.

—Y en ese tiempo —me pregunta luego de una pausa—, ¿filosofabas?

—¡Por supuesto! Era lo único que me mantenía vivo, tú sabes, existencialmente hablando.

Así hablaba Zaratustra.

Sin la filosofía no me habría cuidado espiritualmente, jamás habría podido sobrevivir ese progresivo infierno y, fundamentalmente, no me hubiese salvado. De hecho, aún cavilo retóricamente en mi suerte, toda la gente que conocí en esa época ya está muerta y, evidentemente, no por causas naturales. Hice cosas de las que estoy arrepentido, pero no por haberlas cometido sino por omisión, es decir, por no haber impedido ciertas injusticias.

—Fue dos años antes de trabajar en el mar con el viejo holandés que te platiqué, apenas tenía diecisiete años y sólo tenía dos cosas que hacer: trabajar y sobrevivir. Y, sobra decirlo pero, únicamente en dicho mundo podía esconderme de la policía municipal, estatal, federal y, sobre todo, la interpol. Hasta me cambiaron el nombre, me dieron un acta de nacimiento falsa y, ya con ésta, pude tramitar demás documentos como el permiso para manejar e incluso un pasaporte. Me dieron la opción del primer nombre y, como un tributo revolucionario, elegí el de mi hermano.

—¿Y la querías mucho?

—¿Te refieres a Dalia?

Juliana asiente.

—Han pasado más de veinte años y sigo recordándola —expreso, cierro los ojos y me quedo pensando en ella.

—¿Estás bien?

—Sí, sí —respondo tallándome los párpados—, perdona pero es que…

Voy al baño, abro la llave y dejo correr el agua mientras busco en la pequeña bolsa de mi pantalón el rivotril que siempre cargo en caso de ansiedad. Miro la pastilla blanca, me miro al espejo y, cuando estoy a punto de tomármela, Juliana me interrumpe abrazándome por la espalda, veo su reflejo en el espejo y, para evitar que me la tome, me da un profundo beso.

—Ahora yo quiero decirte algo —me dice cerrando la llave y regresamos a la estancia. Sin embargo, antes de salir del baño echo la pastilla de clonazepam al retrete y, como siempre, el hacerlo me hizo sentir bien. Desde entonces no lo he vuelto a tomar.

Nos sentamos en el suelo mirándonos de frente.

—No tienes que contarme nada, aún cuando no me relates a fondo tu experiencia velada conozco la naturaleza de tu alma. Y con conocer me refiero a un sentimiento, la fusión del ser entre sensación y sensibilidad. Te miro y miro un destino, te escucho y escucho la gloria, te siento y, filosóficamente, siento la victoria.

La quiero besar pero me detiene para continuar:

—Pero no podemos estar juntos y, aunque no lo creas, eso es lo más bello de todo. Si te quedaras permanentemente no podría dejar de verte, no podría estar sin ti y, trágicamente, no podría dejarte libre ontológicamente hablando. Tienes que regresar porque tienes mucho qué decir.

—También lo podría decir aquí.

—Aquí ya se dijo todo lo que se tenía que decir, por eso es bueno que regreses a tu tierra, porque sería terrible que un romanticismo patético detenga tu vuelo.

—No es patético.

—Todo romanticismo es patético.

—¿De verdad no quieres volver a verme?

—No.

—Es por lo que te conté ¿verdad?

—¡Al contrario! Entre más cosas me confías más hondo te sumerges en mi mente, en mi pecho y en mi vientre.

—¿Hubieras preferido que no te contara nada?

—Hubiera preferido no conocerte.

 

Continúa 33

Por: Serner Mexica

Filósofo por la UAM, estudió la Maestría en la UNAM y el Doctorado en la Universidad de La Habana. Fue Becario de Investigación en El Colegio de México y de Guionismo en IMCINE. En 2007 obtuvo el Premio Nacional de Dramaturgia EMILIO CARBALLIDO por su obra "Apóstol de la democracia" y en el 2011 el Premio Internacional LATIN HERITAGE FOUNDATION por su tesis doctoral "Terapia wittgensteiniana".






EL INDIO FILÓSOFO - Serner Mexica

Filósofo por la UAM, estudió la Maestría en la UNAM y el Doctorado en la Universidad de La Habana. Fue Becario de Investigación en El Colegio de México y de Guionismo en IMCINE. En 2007 obtuvo el Premio Nacional de Dramaturgia EMILIO CARBALLIDO por su obra "Apóstol de la democracia" y en el 2011 el Premio Internacional LATIN HERITAGE FOUNDATION por su tesis doctoral "Terapia wittgensteiniana".