Ser y Devenir 30

Ya sé lo que es el alma. A ver, dime. No puede expresarse lingüísticamente. Entonces cómo. A través del arte. Eso también es lenguaje. Sí, pero no un lenguaje de afirmaciones, con valor de verdad, sino lenguajes que muestran su significado. Lo que no puede decirse, decía Wittgenstein. Sólo mostrarse, efectivamente. Ahora entiendo. Es lo que yo llamo la comprensión ontológica. Tienes razón. No siempre.

—Regresaste.

—Sí, doctora.

—Recuéstate.

—Pero no quiero hablar de mi hermano.

—Está bien. ¿De qué quieres hablar?

—La fuga del reformatorio.

—¡Sí! Digo, sí, sí, muy bien, de lo que tú quieras.

La comisión de derechos humanos hizo una investigación y por ello recibí un mejor trato antes de dejar el sanatorio mental, entonces regresé al reformatorio después de un año, ocho meses y dos semanas y media. Me encontraba en mejor estado físico y filosófico, aunque todavía con el espíritu solitario. La mayoría de los internos de inmediato me reconocieron. Celda 27-c, en el segundo piso y sin ningún compañero. Es por mi seguridad, dicen. Esa noche no pude dormir. Ansiedad, nervios y preocupación alteraban los segundos y sentía un enorme hueco en el estómago. No estaba deprimido físicamente, pero psicológicamente estaba hecho trizas. Aparentaba fortaleza, frialdad y mucha seguridad, pero en realidad seguía siendo el mismo niño tímido que había llegado años antes. No obstante, todos en el comedor volvieron a darme mi lugar. Ahora había tres pandillas disputándose los negocios del penal y las tres me buscaron para ofrecerme protección mientras yo les llevara las cuentas. No me negué de inmediato, esa hubiera sido mi sentencia de muerte, pero si fijé mi postura sobre fusionar los tres grupos, al menos en lo económico, para facilitar la contabilidad y, a la postre, ganar más dinero. Los tres jefes aceptaron y volví a la oficina de la biblioteca, donde se concibió y desarrolló el plan de escape.

Mina no aparece y mi alma se entristece, empero, sigo buscando entre los libros y encuentro unos planos. Me escondo hasta el fondo y, coadyuvándome con una lámpara de mano, los reviso y descubro que corresponden al reformatorio.

—¿Quién está allí? —se asoma el viejo policía a cargo de la biblioteca.

—¿Qué pasó, don?

—¿Por qué estás escondido?

—Ando escribiendo poemas.

—¿A oscuras?

—Traigo una lámpara. Mire.

El anciano hace una mueca y se retira, guardo los planos y me retiro a mi celda. Todos los respiraderos son pequeños, pero las tuberías atraviesan el inmueble hasta la calle Francisco I. Madero. Hay tres franjas que deslindan el lugar, la barda principal, aquella que los reos ven; la barda secundaria, puesta a tres metros de la principal y protegida con púas de muchos tamaños; y la que da a la calle, la cuál sólo mide tres metros. Por esa vía es imposible. Reviso la cocina, la lavandería, la zona de talleres y, finalmente, la enfermería. Ahí está la salida. La única oficina que tiene conexión directa con la administración general, protegida sólo por un policía en su salida. Luego está la estancia general donde la gente entra y sale sin identificarse. Esa es la llave, pero no le dije a nadie.

—¿Por qué?

—El plan era en solitario.

Llegar a la enfermería con una fuerte herida, esperar que el personal se distrajera para someterlos y, disfrazándome con sus ropas, salir a la estancia general y caminar a la puerta esperando no ser cuestionado o detenido por alguien.

—¿Y qué pasó?

El desastre. Todo salió bien hasta la enfermería. Llegué con una herida en el abdomen que yo mismo me había hecho con el filo de una de las repisas de metal de la biblioteca, me atendieron dos. Yola, una señora de unos cincuenta y Miguel, un chico de veinte. Yola salió y, cuando Miguel se distrajo, lo tomé por la espalda amenazando su cuello con un cuchillo. No te muevas. Levantó los brazos en signo de rendición y, cuando parpadeé por un momento, me dio un puñetazo en el estómago dejándome inmóvil en el piso por unos instantes. Salió corriendo, no obstante, hacia el interior del penal según los planos, por lo que tenía el paso franco a la salida. Me puse una bata, me relamí el pelo y, escondiendo mi rostro, atravesé la administración general. El policía de la puerta estaba platicando con una secretaria.

Llego a la estancia general. Un policía se me queda viendo pero yo no volteó y sigo caminando. Veo la luz de la calle y acelero el paso, noto que el policía me sigue y, paulatinamente, a paso rápido. Corro con todas mis fuerzas dejando de esconderme, en la enorme puerta de metal hay un policía que voltea cuando el de atrás le llama. Se pone en medio de la puerta y lo derribo, tomo su pistola y salgo corriendo a la explanada.

La balacera.

 

Continúa 31

Por: Serner Mexica

Filósofo por la UAM, estudió la Maestría en la UNAM y el Doctorado en la Universidad de La Habana. Fue Becario de Investigación en El Colegio de México y de Guionismo en IMCINE. En 2007 obtuvo el Premio Nacional de Dramaturgia EMILIO CARBALLIDO por su obra "Apóstol de la democracia" y en el 2011 el Premio Internacional LATIN HERITAGE FOUNDATION por su tesis doctoral "Terapia wittgensteiniana".






EL INDIO FILÓSOFO - Serner Mexica

Filósofo por la UAM, estudió la Maestría en la UNAM y el Doctorado en la Universidad de La Habana. Fue Becario de Investigación en El Colegio de México y de Guionismo en IMCINE. En 2007 obtuvo el Premio Nacional de Dramaturgia EMILIO CARBALLIDO por su obra "Apóstol de la democracia" y en el 2011 el Premio Internacional LATIN HERITAGE FOUNDATION por su tesis doctoral "Terapia wittgensteiniana".