“El Balcón” de Jean Genet y la bomba de Norcorea

A la memoria de Akhnaton

 (1983-2017)

 

Todo comenzó la tarde del sábado cuando fui a ver la obra “La pinta de Ana” en La Teatrería (colonia Roma). Llegué un poco temprano y encontré estacionamiento justo al frente, pagué de una vez tres horas en el parquímetro (porque una vez me pusieron el in-movilizador en ese mismo lugar y, a pesar de la hermosa voz de Daisy en el escenario esa noche, no quería repetir el riesgo y el consecuente pago para su retiro) y fui a la taquilla para pedir mi boleto de prensa. Me asignan el lugar al centro de la segunda fila, comienza la obra y, como siempre, escribo cuando la correspondencia poética se apodera de mi mano, cuando el ser y el devenir se despliegan en un mismo plano.

—La comprensión ontológica —así le llamo a dicho suceso literario.

Termina la obra, aplaudo como reconocimiento del trabajo escénico y reviso mi cuaderno lleno de apuntes deformes, pues tengo que corregir la legibilidad de varias palabras que la mayoría del tiempo escribo a oscuras y, si en ese momento no las verifico, luego no recuerdo su sentido. Entonces reconozco entre el público a Marielos, la hermana de una actriz que tiene una sonrisa encantadora, unos ojos profundos y una mirada que ilumina, literalmente, la vida. Me invita al día siguiente al cierre de temporada de la obra en la que actúa, “El Balcón” de Jean Genet, en el Foro Vicente Leñero de CasAzul.

—Claro que voy.

Salgo de La Teatrería, me subo al auto y, al revisar mi teléfono, me sorprende que tengo dieciocho llamadas perdidas. Verifico, niego con la cabeza y lo confirmo. Es mi primo Eric Ramner, ¿lo recuerdan? Fue quien hace un año me pidió acompañarlo a Tamaulipas, lo que no me dijo es que el auto en el que viajaríamos traía escondidos treinta kilos de cocaína.[i] ¿Sí se acuerdan? Pues luego de un desmadre, al final de todas las complicaciones progresivas, mi sobrina Aline (de sólo trece años) resolvió toda la crisis con su increíble y sorprendente talento con las armas. Impresionante. Bueno, pues ahora este cabrón quiere verme urgentemente y me dice que es un asunto de vida o muerte.

—¿Dónde andabas? —le pregunto luego de encontrarnos en un café sobre Álvaro Obregón—. ¡No te veo desde hace un año!

—Antes que nada, gracias por ayudarme la otra vez.

—¿Ayudarte? ¡Terminé haciéndolo todo! ¡Y por poco nos matan! ¡¡A mí y a tu hija!!

—Sí, ya me contó Aline. Disculpa por haberte involucrado en algo que nada tiene que ver contigo, de verdad lamento que hayas pasado un mal rato.

—¿“Un mal rato”? ¿Así le llamas a casi morir a balazos?

Un silencio prosiguió el conflictivo momento y sólo se escuchaba el ruido de los cubiertos a lo lejos. Lo miro y está cabizbajo. Pinche primo, siempre ocultando sus desmadres y siempre engañando a todos haciéndose el santo, y así ha sido desde niño. Es la tormenta de Parménides, la locura de los romanos ante Cristo y el más brutal torbellino, sin embargo, es mi primo. Lo quiero aunque esté loco y sea un potencial convicto. Esa es su esencia, creo. Bueno, eso diría Platón. O su naturaleza, según Aristóteles.

—Y Nietzsche diría que eres un pendejo —me dice riendo.

—Ya estás muy de buenas ¿no? ¿Y el asunto de vida o muerte?

No le hubiese preguntado y, antes de ello, debí pararme y retirarme tomando la disculpa por lo de hace un año como un buen acuerdo sobre el pasado. Pero no fue así, comenzó a explicarme sobre el favor que quería y el dinero que me daría en caso de asentir. Me negué alegando la experiencia anterior aun cuando me ofreció quinientos mil por cruzar un camión a El Paso, Texas. No necesitaba preguntar sobre su contenido, seguro se trataba de narcóticos. Me negué.

—¡Por favor, ayúdame! Ya me comprometí y no quiero asociarme con nadie para esto, sólo tú y yo y te juro que te doy quinientos mil en efectivo.

—¡Ni por un millón de pesos lo haría! —afirmé seguro de mí mismo.

—Pendejo… —me replicó—. ¡Yo te estoy dando más de un millón de pesos!

—¿Pues no que quinientos mil?

—¡¡Quinientos mil dólares!!

—Oh…

La codicia me brinca en el alma como una ambiciosa rana, niego varias veces la cabeza para quitármela pero, en milésimas de segundo, comienzo a considerar las posibilidades. Sólo sería un viaje. Y bueno, el tema de las drogas es algo que ya se está debatiendo y no creo que me deje una huella históricamente mala. Así pasó con el alcohol en un tiempo y hoy nadie juzga a los que lo traficaron durante la prohibición. ¿O sí? Me refiero sólo al tráfico y no a la violencia. Yo sólo sería la mula que lo traspasa y ya, no tengo nada qué ver con la producción ni con las muertes que genera su ilegalidad. ¿O no?

—A ver, platícame el plan —le digo—, pero aún no te confirmo nada, primero necesito conocer los riesgos y deja lo pienso, reflexiono y, si es el caso, te confirmo. ¿Sale?

Me miró con una sonrisa como si estuviera seguro de que aceptaría y que la explicación sólo era una formalidad para nuestro seguro acuerdo consensual. Me contó que el trabajo le fue solicitado por un empresario asiático que quiere pasar un camión de insumos (supuse, sin preguntarle, que la intención era producir drogas sintéticas en territorio estadounidense) como prueba paradigmática de futuros trasiegos. Si el plan tenía éxito, en el cual me involucraba de chofer, ello significaría un acuerdo millonario con mi primo, experto en el cruce fronterizo clandestino. Me despido de él y quedo en llamarle al día siguiente.

—¡Anímate primo! —me dice de lejos—. ¡¡Saldrías de todos tus pedos económicos de por vida!!

Me subo a mi coche, regreso a casa y me siento a escribir la reseña de “La pinta de Ana”; termino, la reviso y la envío por correo electrónico a los medios en los que colaboro. Ya desahogada dicha responsabilidad periodística, me pongo a reflexionar sobre la oferta millonaria de mi primo.

Chale.

Suena el timbre, me asomo por la ventana de la planta alta pero no veo a nadie. Vuelve a sonar, ahora con férrea insistencia, bajo las escaleras de la casa, abro la puerta de la calle y me encuentro de frente con un negro gigante y fornido.

—¿Es usted Serner? —me pregunta con acento cubano.

—¿Eres de Cuba?

—Sí ¿por qué?

—Yo estudié en Cuba, en la Universidad de La Habana. ¿De qué parte de Cuba eres?

—Cerca de Camagüey, por… (transición) Eres Serner ¿sí o no?

—Simón.

El tipo saca una pistola y me apunta, de la nada aparecen dos chinos (uno gordo y otro flaco) que me sujetan y, violentamente, me meten a la fuerza en la parte trasera de una camioneta. Yo grito como loco mientras intento defenderme hasta que recibo una descarga eléctrica acompañada de la brutal amenaza de cortarme la cara si no me quedo quieto. Ya no me muevo, la camioneta enciende y se pone en movimiento.

—¿Es un secuestro? —pregunto luego de unos momentos.

—No, pendejo —me contesta el cubano—. Te estamos llevando de paseo.

—¿Adónde?

—¡Sí es un secuestro, idiota! —dice por último golpeándome la espalda con su pistola.

La camioneta siguió su curso durante una hora, sentí una pendiente y, finalmente, se detiene para entrar en la cochera de una casona en Lomas de Chapultepec (eso lo supe después). Me bajan a la fuerza y entramos a una enorme estancia, me sorprendo al ver a mi primo muy cómodamente sentado en una sala de cuero roja bebiendo con el señor Wong, un asiático muy elegante, y su guapa secretaria Francesca, una chica italiana.

—¿Él es tu primo el filósofo? —pregunta Won en perfecto español.

—Pues eso dice —contesta Eric— pero a mí se me hace que sólo es un güebón sin trabajo —y ambos se echan a reír a carcajadas.

—¿Qué pedo, Eric? —le reclamo—. ¿Por qué me traen así? ¡Me secuestraron!

—¡No te secuestraron, primo!

—¡Me trajeron a madrazos!

—그가 돈을 많이 벌 것이라고 말해.

—¿Qué dice este pinche chino?

Wong explota molesto al escucharme y se pone a gritarme cosas en su idioma. El cubano y los otros chinos amenazan con golpearme pero, para mi sorpresa, es el señor Wong quien les ordena que me dejen en paz.

—No es chino —me dice mi primo discreto.

—Perdóneme, señor Wong —le interrumpo diciéndole—. No quise ser racista y asumir que era chino sólo porque es asiático. Sé que es una tontería, nuevamente perdón y disculpe mi torpeza.

—좋아, 좋아 —me dice sereno luego de una pausa en que me mira de manera intimidante—. 사과 드리겠습니다.

Me ofrecen asiento y me niego, alego que me tengo que ir pero, los dos asiáticos, el gordo y el flaco, me obligan a sentarme mientras el cubano me sirven un vaso de whisky (al parecer la bebida favorita del chino, digo, del señor Wong). Los tres bebemos. Apenas doy un trago y ya me están sirviendo el otro, lo pongo a mi lado sin dejar de pensar en cómo salir de allí.

Is he a good driver? —pregunta Wong a mi primo.

The best —le contesta y luego me pregunta a mí—: ¿Verdad, pendejo?

—¿Qué?

—¿Verdad que eres un  chingón al volante? ¡Dile a mister Wong que corrías en rallys!

—No es cierto.

—Tú dile… —insiste mi primo cerrándome el ojo.

—Pues no manejo mal que digamos… ¡Pero no! ¡Yo no quiero hacer nada de eso, yo tengo cosas que hacer, mañana tengo una función y no puedo faltar y además…

El señor Wong levanta su mano para que me calle, luego dice algo al oído de su secretaria y ella voltea a verme llamándome, coquetamente, con la mano.

—Acompáñala, primo —me dice Eric sonriendo.

—¿Adónde?

—그녀와 함께가! —me grita.

—Dice el jefe que me acompañes —me dice Francesca.

—Bueno.

—그에게 차를 보여줘.

—¿Y ora qué dijo? —le pregunto a ella mientras nos alejamos.

—Dice que te va a hacer una oferta que no podrás rechazar.

—¿Eso dijo?

—Algo así. Vamos —me dice tomándome la mano para acompañarla hacia unas escaleras que descienden a un lado de la estancia mientras escucho a mis espaldas algunas risas. Nos adentramos en una oscuridad total.

—No veo nada.

—Ten cuidado, puedes pegarte con-

—¡Auch! —me golpeo horrible en la rodilla.

Francesca enciende unas potentes luces blancas, me tallo los ojos por el resplandor y, cuando puedo visualizar sin problema, estamos en una cochera de lujo con una decena de flamantes autos de colección.

—Mira —me dice Francesca tocando suavemente un Ferrari rojo—, si haces bien el trabajo, este puede ser para ti.

—No me gustan los coches.

—¿Qué?

—No es que no me gusten, pero tampoco me emocionan.

—Pero los usas ¿no? ¿O no manejas?

—Tengo coche pero preferiría usar bicicleta, aunque en esta ciudad es mucho riesgo ¿no? Además tengo una fobia de morir atropellado. ¡Imagínate!

Francesca quiere decir algo pero lo interrumpe un mensaje en su teléfono, lo revisa y me mira.

—Vuelvo enseguida —me dice antes de salir.

En lo que regresa camino entre los autos. Hay un BMW, un Porsche, un Audi, el Ferrari y otros que no reconozco su marca. Al fondo hay una puerta de vidrio deslizable, la abro y en una pulcra bodega descubro un camión con caja cerrada. El camión que hay que cruzar al otro lado. Voy a ver.

Era nuevo, completamente blanco y con el logo de una empresa de dulces mexicanos en los costados. Abro la puerta trasera, la luz ilumina el interior y me sorprende por completo lo que veo. Un extraño artefacto metálico, de un metro y medio de diámetro, encajado en una sola caja que aparentan ser varias con el logo de los dulces. Me subo, me acerco y veo que el enorme dispositivo tiene letras orientales. No son chinas, pero tampoco japonesas. Veo un sello y, sin saber qué significa exactamente, la intuición se apodera de mis sentidos y siento un hueco en el estómago, las piernas y los brazos fríos, la visión borrosa como la gestación de la más fuerte de las migrañas.

—¡No lo toques! —me sorprende Francesca.

—¿Qué es?

—No puedo decirte.

—¿Por qué?

Ella sólo niega con la cabeza.

—Es una bomba ¿verdad?

Ella asiente.

—¿Nuclear?

Se encoge en hombros.

—¿Cómo puedes trabajar con ellos? —la juzgo.

—Me pagan buen dinero, como a ti.

—Bueno… —me quedo pensando— a mí todavía no me dan nada.

—¿Cómo?

—Olvídalo.

—¿No te dijo tu primo?

—¡¿Mi primo lo sabe?!

—Todos los que están aquí lo saben.

—¿Y qué van a hacer con ella?

—Pues detonarla —dice luego de una pausa.

—¡Dónde!

—Eso sólo lo sabe el jefe.

—El chino.

—¡No es chino, es coreano!

—Sí, sí, el señor Wong. (transición) ¿Es coreano?

—Sí, pero no un burgués del sur sino un auténtico revolucionario.

—Norcoreano…

—Estás sudando —dice tocando mi frente—. ¿Estás nervioso?

Entra el cubano fumando un puro, nos mira a ambos y bromea creyendo que estamos ligando.

—Ya vengan, tórtolos —nos dice riendo—. ¿Ya escogió su automóvil? —le pregunta a ella.

—Aún no —contesta Francesca y el cubano se echa a reír a carcajadas palmeándome la espalda.

Regresamos a la estancia y, a partir de ese momento, todo se volvió diferente, los rostros, incluido el de mi primo, me parecieron terroríficos. Pinche Eric, ¿cómo puedes ser parte de esto? La lana no te va a servir de nada si esto se sale de control. Me sentía como en un sueño de caída libre, una broma de la muerte o una película de David Lynch (o todo al mismo tiempo). ¿Una bomba nuclear? Esto supera todas mis demencias juntas, ya no sólo sería un loco poeta inadaptado sino un maldito psicópata. ¡Un genocida! Está cabrón. Está muy cabrón. ¡¡Tengo que salir de aquí!!

Pero los trago de whisky siguieron llegando y cada vez más todo fue cambiando, entonces, sucedió el altercado. El señor Wong ordenó a Francesca ir por algo y ella regresó con una caja de plata, de ahí extrajo diversas bolsas con diferentes tonos de polvo blanco cada una; empero, algo de lo que probó de una de éstas no le gustó y le dio una brutal cachetada, ella quedó encorvada y cubriéndose el rostro enrojecido. Yo me puse de pie. Ella levantó su mirada, se irguió y, aún cubriéndose la mejilla, comenzó a insultarle en coreano. El señor Wong, fuera de sí, la tomó del cabello y la tiró al suelo gritándole improperios. Yo doy un paso y siento que alguien me sujeta de la ropa, volteo y es mi primo rogándome con sus ojos no intervenir. Francesca se defiende y el señor Wong comienza a patearla brutalmente. Me suelto de Eric y, en un santiamén, estoy sujetando por la espalda el cuello del señor Wong hasta hacerlo caer sobre la mesa de vidrio. Todo su peso cae sobre mí y quedo lastimado sin poder levantarme, más aún cuando sus ayudantes comienzan a golpearme.

—¡Ya, ya, déjenlo, déjenlo! —escucho a mi primo hasta que su voz se pierde con la pérdida de mi consciencia.

El mar, su sonido y olor a sal de color azul bañada con la luz de la arena. Lo místico… Mis pies se hunden levemente, levanto la mirada y camino hacia el agua. Más allá del lenguaje… Cuando me llega a la cintura me sumerjo por completo, pero mi visión de pierde y me entra agua a los pulmones. La antítesis. Entonces despierto súbitamente del sueño.

Estoy en el asiento trasero de un auto, me asomo con dificultad y es mi primo el conductor. No hay nadie más.

—¿Estás bien? —me pregunta y yo sólo asiento—. Ya vamos a llegar a tu casa.

Me ayudó a bajar pues tenía la rodilla inflamada, mis brazos amoratados y mi costillas adoloridas. También en la cabeza me golpearon.

—¿Tú vas a estar bien? —le pregunto.

—No te preocupes, terminaré este acuerdo y ya no volveré a tratar con ellos.

—¿Y la bomba?

—Yo sólo voy a pasar su camión al otro lado —me dice luego de una pausa—. Lo que hagan ellos después ya no es mi problema.

—Podrías delatarlos.

—¿Con quién?

—Una llamada anónima.

—No seas pendejo.

—Pero-

—Tú no hagas nada, recuerda que tú no sabes nada y si hablas nos van a matar a los dos. ¿Eso quieres?

—Por supuesto que no.

—Entonces cállate y mantén la calma.

—¿Mantener la calma? ¡Es una bomba atómica!

—¡Tal vez ni siquiera esté completamente armada! Así que por favor no hables y tranquilízate, no va a pasar nada. (transición) Me tengo que ir.

Se fue, suspiré y me quedé mirando el cielo. Pinche Eric, no la vayas a cagar. Me quedé pensando en todo lo que podría pasar si algo sale mal. Incluso si sale bien, que significaría su detonación en territorio estadounidense, estaría de la chingada.

Toda la noche soñé con posibles escenarios dramáticos, una y otra vez la bomba detonando y miles de vidas muriendo en un solo momento.

Me despierta Américo, el gato que tengo, pidiéndome comida con desesperados maullidos. Me levanté al baño, me mojé la cara y miré mi reloj. Es domingo y aún tengo tiempo de llegar a la función en CasAzul. Me visto de prisa, me pongo mi gabardina negra  y le doy todo el saco de comida al gato; salgo cojeando hacia el auto y manejo a toda prisa rumbo a la colonia Roma. Encuentro lugar a dos cuadras y, al llegar, saludo a varios conocidos, a otros sólo de vista y aprovecho para presentarme directamente; como Daniela, una joven actriz que va a tomar fotografías de la obra. El muchacho encargado de las entradas me dice que estoy entre los invitados especiales y nos hace pasar con antelación. Daniela se sienta a mi lado, escucho que la felicitan porque su obra fue seleccionada para una muestra de teatro y yo también la felicito. Tercera llamada y comienza la obra entre un océano de patos amarillos que sirven de cama, diversos muebles y objetos varios. La historia acaece en un prostíbulo mediante una exposición de los cuadros que conforman el inmueble y sus particulares problemas ante una revolución inminente. Sin embargo, por más que trato concentrarme no puedo. Pienso en lo que pasó anoche, en los momentos de tensión y en el funesto destino que probablemente le espera mi primo.

Recuerdo que la primera escena representa uno de los muchos espacios del prostíbulo, con el obispo; la segunda es con el juez, “la ladrona” y el verdugo; la tercera en el salón de la guerra. Cuarta escena, el salón de las criadas y su rebeldía inspirada en la revolución que se avecina. Quinta, la administración del lugar y, sexta, el salón de las torturas. Todas las actuaciones fueron muy intensas, rítmicas y cubiertas todo el tiempo del contexto que en su conjunto creaban, interpretaban y representaban de manera pasional. Me gustó el sentido sexual de la locura y su relación con los arquetipos dentro de una providencial transformación social y dialécticamente histórica.

Entonces vino el intermedio y a todo el público se nos pidió salir del foro hasta el inicio del segundo acto. Reviso mi teléfono y tengo treinta y tres llamadas perdidas de mi primo, en ese momento entra un mensaje (WhatsApp) de él:

“Ayúdame. Estoy en problemas por haberte dejado ir. Tienes que ayudarme…”

Y me envía su ubicación, la sangre nuevamente se me altera, siento el estómago vacío y me pongo muy nervioso. ¿Y yo qué puedo hacer?, me pregunto mientras me tiemblan las manos, respiro agitadamente y siento frágiles las piernas. Me siento como en un hoyo negro del destino. Sin embargo, todos los síntomas del miedo se desvanecieron de un solo golpe cuando la vi. Era ella y su sonrisa encantadora, sus ojos profundos y una mirada que ilumina, literalmente, la vida. Me acerco, la saludo y platicamos de teatro, de la nueva temporada de su obra y su participación en la ópera Carmen. Me invita a ver El asesino entre nosotros en El Galeón y, cuando me estoy sumergiendo en la conversación, reacciono acordándome de la crisis de mi primo, me disculpo con ella por no terminar de ver la función de su hermana y me despido.

En el auto reviso la aplicación de ruta y me sorprende que está en Querétaro, aunque tiene sentido siguiendo la lógica del destino. En una gasolinera de Insurgentes lleno el tanque, en la tienda compro un café y cigarros (ya no fumo pero estoy muy nervioso) y en absoluto silencio me dirijo hacia el periférico norte rumbo a lo impredecible.

—Ha llegado a su destino —escucho la voz de la aplicación cuando me estaciono a un lado de una enorme y solitaria bodega industrial a la orilla norte de la ciudad.

¿Y ahora?

Brinco del susto cuando tocan fuertemente mi ventanilla y veo el cañón de una pistola apuntándome. Varios hombres rodean el auto.

—¡Bájate, hijo de tu puta madre! —me ordenan y salgo—. ¡Con las manos en alto!

Me avientan contra el coche, me catean y me meten a una camioneta.

—¿Es un secuestro? —pregunto ya en el suelo.

—¡Cállate!

Minutos después la camioneta se detiene, me bajan violentamente y entramos a la caja de un tráiler que, para mi sorpresa, es una sofisticada oficina ambulante. Muy bien iluminada, muebles pulcros y alfombra sintética. Me sientan en el sillón de una pequeña estancia y una docena de personas, entre ellas un par de mujeres, me observan detenidamente.

—¿Tú eres Serner? —me pregunta, retóricamente, un gringo alto y güero.

—¿Qué es todo esto? —pregunto al notar la mezcla étnica de los presentes y, sobre todo, de algunos paisanos entre ellos—. ¿Son policías?

El agente Alan Jackson se presenta formalmente (———) y me explica que ya lo saben todo. El plan para cruzar el camión a El Paso, su contenido radiactivo y, algo que me entero hasta ese momento, el objetivo de detonarla en Los Angeles, California.

—¿Y yo qué tengo que ver?

—No te hagas pendejo. Ya sabemos que estuviste con ellos, ¡que pactaste con ellos!

—¡Pero al final me negué! Eso también deberían de saberlo.

—¡No te negaste! ¡Te mandaron a la verga por pendejo!

—¡¡Estaba defendiendo a alguien!!

El silencio prevaleció unos momentos, luego Jackson tomó una botella de agua y me la ofreció diciéndome:

—Por eso queremos que cooperes con nosotros para evitarlo. De lo contrario te vamos a levantar cargos por conspiración de terrorismo y no va a haber juez en el mundo que pueda salvarte de una cadena perpetua. ¿Conoces Guantánamo?

—No.

—¡Pues ahí vas a terminar si no nos ayudas!

—Pero-

—¡Cállate!

Una de las mujeres le indica a Jackson que se tranquilice, éste asiente y voltea a verme.

—¿Y mi primo? —le pregunto—. Está en peligro.

—Tu primo está bien.

—Pero él me escribió diciéndome que lo van a matar por haberme dejado ir. ¿Quién creen que me dio esta dirección? ¡Cómo creen que llegue hasta aquí! Él fue quien… —dejo de alegar cuando, al mirarlos, me percato de su estrategia y engaño—. Fueron ustedes ¿verdad?

Asienten, implícitamente, mirándome fijamente.

—¿Qué tengo que hacer?

Involucrarme de nuevo inventando que estoy arrepentido de haberme negado a participar y que dicho arrepentimiento se debe, sólo y únicamente, al dinero (o si no sospecharán). Tengo que hacer todo lo posible para viajar en el camión, si ya no como chofer al menos de copiloto, pero tengo que estar ahí. Me dan un audífono en el que, al darme la señal, me avisan del preciso momento en que tengo que neutralizarlo y tomar el control del vehículo para estacionarlo mientras ellos someten al resto.

—¿Con neutralizar se refieren a matar?

—¡Pon atención! —me regaña Jackson—. En cuanto recibas la señal, vas a dispararle a quien te acompañe en el camión.

Me quedo en silencio, volteo a verlos y todos me miran impasibles.

—¿Están locos? ¡Yo no voy a dispararle a nadie! No, no, no. Yo no sé de armas, me dan miedo y mucho menos quiero usarlas.

—Pues no hay de otra, o nos ayudas o en este preciso instante quedas detenido acusado de terrorismo.

—¿No que sólo era conspiración?

—El negarte a cooperar es una agravante.

—¿Y si mejor…

—Toma —me dan una pistola.

—¿Y si me la quitan y ya no puedo usarla?

Me dan otra pequeña (con todo y pistolera):

—Esta la guardas en el tobillo.

No hubo ningún problema para encontrarme con mi primo, ellos habían intervenido mi teléfono también y, mediante éste, se comunicaron y acordaron con él como lo hicieron conmigo. Todo un discurso, razones e incluso emojis para convencerlo. Los agentes me dejaron en el cruce de una calle desierta y de ahí tuve que buscar por mi cuenta un taxi. Ni dinero me dieron para pagarlo, pero bueno, abordé uno y me cobró ochenta pesos por dejarme en un colonia de lujo, una cuadra impresionante de casas y finalmente en una casona blanca, del estilo a la que tenía Peña Nieto, pero esta parecida a un rancho, rodeada de un inmenso terreno. Desde el momento en el que el taxi se retira abren la puerta y aparece mi primo, no me pregunta nada y sólo me abraza agradecido de que finalmente voy a acompañarlo.

—¿Y por qué usas tanto emoji en tus mensajes? —me dice—. No seas puto.

—Es que no… Olvídalo.

Entramos a la casa y el corazón me late muy fuerte, siento frío en las manos y el aire toma extrañas pausas en mi respiración. Estoy nervioso. Muy nervioso. Debo hacerlo, tengo que hacerlo, pero tengo miedo. Tengo miedo de morir en el intento.

Pasamos directamente al terreno donde está el camión y nos acercamos al señor Wong, quien discute a gritos través de una llamada telefónica.

—검은 색은 어 딨지?

—¿Qué pasa? —le pregunto a Eric.

—El cubano no aparece. Tal vez lo agarraron.

—No —contesto sin pensarlo y mi primo se me queda mirando—. No creo. Digo, no creo que sea tan güey. ¿O sí?

El señor Wong se acerca a nosotros y, con el ceño fruncido y el rostro arrugado, se dirige hacia mí:

—네 사촌이 너 자신을 무례하게 생각해서 미안하다고 말해.

—Pregunta que si realmente estás arrepentido de haberlo ofendido —me dice mi primo.

—¿Ya sabes coreano?

—Ya me había dicho lo que te iba a decir —me aclara rudamente—, no seas pendejo.

Entonces me dirijo, respetuosamente, hacia el señor Wong:

—Disculpe, señor Wong, por la trifulca de ayer, no pude contenerme al ver que… Bueno, sólo quiero pedirle perdón y volver a tener el honor de trabajar para usted.

—아주 좋아 —me dice luego de una pausa en que me mira sin parpadear, queriendo comprobar mi lenguaje y autenticidad—. 트럭 확인해.

—¿Entonces…

—Dice que me acompañes a revisar el camión —me dice Eric.

—¿Tú vas a ir conmigo en el camión? —le pregunto mientras nos encaminamos.

—Sí, los dos juntos.

—Si quieres yo manejo como estaba planeado.

—Sí, si quieres.

—Gracias, primo —le digo tranquilizado.

—¿Estás bien?

—Sí, sí, sí, bien, bien.

Eric sube a la cabina, volteo a mi alrededor y no hay nadie cuando me llega un mensaje por WhatsApp del número de mi primo, bueno, de los agentes que lo intervinieron. Me preguntan en clave si voy a viajar en el camión (¿Vas a ir al cumpleaños o sólo vas a enviar regalo?) y contesto: 1. “Sí, mi primo y yo”. 2. “Puedo convencerlo en el camino”. 3. Así ya no tengo que usar ya saben qué”. 4. “¿Siguen ahí?”…

Me interrumpe un fuerte empujón y caigo al suelo, me acechan los dos coreanos, el gordo y el flaco, el primero me descubre el audífono y el segundo recoge mi teléfono y lo revisa.

—그는 스파이 야!

Llega el señor Wong y le muestran mi teléfono, éste lo observa mientras el gordo me desarma.

—개처럼 죽을거야! — me grita Wong pronunciando una indescriptible furia en todo su semblante, saca su arma, se agacha para tomarme del cabello y, sometiéndome con rudeza, me apunta con dureza en la cabeza.

Wait! —exclama mi primo.

El señor Wong carga el martillo de su arma mientras los otros dos sujetan a Eric para que no intervenga.

En ese momento, en que estaba a punto de morir de un balazo en la cabeza, me vinieron a la mente tres cosas horribles en mi vida. El día que nací, cuando la niña de sexto de primaria se negó a ser mi novia enfrente de todos y cuando hace tres años, sumido en la depresión, estuve a punto de aventarme de un balcón. Sin embargo, también en veloces instantes pasaron por mi cabeza hermosos recuerdos. Mis hijos, mis textos y los mágicos momentos en que escribo. Sonreí, aspiré hondo y esperé el sonido del plomo.

¡Bang!

El disparo perfecto de un francotirador atravesó la cara del señor Wong partiéndole, al mismo tiempo, la cabeza en dos. Muchos milímetros en una bala. Unas poderosas luces nos deslumbraron y los dos coreanos también fueron neutralizados. Se encendieron más luces por todos lados, entraron muchos agentes y sometieron a mi primo, lo esposaron y, aunque yo intenté alcanzarlo, lo metieron a una camioneta negra que arrancó velozmente seguida de otra. También entra un equipo de especialistas en explosivos. Una mano me ayuda a levantarme y me sorprendo mucho cuando noto que es el cubano.

—¿No estabas con ellos? —le pregunto, me sonríe de manera condescendiente y me doy cuenta que era un infiltrado—. ¿Y Francesca?

—Se deshicieron de ella —me contesta.

—¿Quieres que te llevemos a algún lado? —me pregunta Jackson.

—¿Qué va a pasar con mi primo?

—Estará preso por un buen tiempo, seguramente.

—¿Y la bomba?

—Los expertos ya se están encargando de ello.

—¿Ya me puedo ir?

—Sí, pero no te pierdas —dice por último Jackson—. Tal vez te necesitemos pronto para testificar— y se retira mientras yo me quedo observando a mi alrededor todo el movimiento.

—¿Quieres un aventón? —me pregunta el cubano.

Dos jóvenes agentes, hombre y mujer latinos vestidos de civil, ambos estadounidenses, me llevaron en una camioneta al sitio donde había dejado mi auto; empero, éste ya no estaba. Se ofrecieron a llevarme al ministerio público pero me negué, les dije que prefería continuar solo.

Se lo había llevado la grúa y, cuando fui por él, me cobraron mil cuatrocientos pesos para poder retirarlo. Pinches manchados. Metí la llave, quise arrancar pero éste no respondió nada. ¿Qué pasó? Abro el cofre y me han robado el motor. Tres mil quinientos pesos por arrastrarlo hasta la ciudad de México. Ni modo, tuve que pagarlo con la tarjeta que nunca uso y llegaría hasta el día siguiente; me dan mi recibo, reitero la instrucción de dejarlo en el taller de un amigo en Coyoacán y camino hacia la carretera buscando un taxi. Minutos después, mientras el sol se esconde, pasa uno libre que amablemente se detiene ante mi brazo alzado.

—¿Adónde? —me pregunta.

—¿Cuánto me cobras hasta México?

—Por qué zona.

—Por el metro Auditorio.

—Mil quinientos.

—¿Pesos?

—¡Ni modo que dólares!

—Sólo preguntaba.

En el silencioso camino cerré los ojos y, paulatinamente, reflexioné en los detalles de la vida, en los actos cotidianos y las cosas pequeñas que forman el gran día. Sentí que tenía que valorar dichas situaciones y no sólo sumergirme en la pura teoría y ansiedad literaria; sentí que debía salir más sin estar escribiendo todo el tiempo y dejar que sea la vida misma la que me conteste y no sólo la voz del cosmos a través de los papeles filosóficos. ¿Qué buscas? No lo sé, pero no puedo detener este impulso hacia la luz de una poesía trascendental, aquella que sueño pero que aún no escribo y el vehículo hacia la gloria que te dice, tácitamente, que ya no hay nada más que decir. Es como la inalcanzable nuez que persigue la ardilla dientes de sable.

—¿En dónde lo dejo exactamente? —me despierta el taxista con su pregunta.

—¿Conoces el teatro El Galeón?

—Sí.

—Ahí me dejas. Pero antes pasa por un puesto de flores.

 

*          *          *

 

[i] http://www.effeta.info/blog/2016/06/aline-y-el-dia-del-padre/

Por: Serner Mexica

Filósofo por la UAM, estudió la Maestría en la UNAM y el Doctorado en la Universidad de La Habana. Fue Becario de Investigación en El Colegio de México y de Guionismo en IMCINE. En 2007 obtuvo el Premio Nacional de Dramaturgia EMILIO CARBALLIDO por su obra "Apóstol de la democracia" y en el 2011 el Premio Internacional LATIN HERITAGE FOUNDATION por su tesis doctoral "Terapia wittgensteiniana".






EL INDIO FILÓSOFO - Serner Mexica

Filósofo por la UAM, estudió la Maestría en la UNAM y el Doctorado en la Universidad de La Habana. Fue Becario de Investigación en El Colegio de México y de Guionismo en IMCINE. En 2007 obtuvo el Premio Nacional de Dramaturgia EMILIO CARBALLIDO por su obra "Apóstol de la democracia" y en el 2011 el Premio Internacional LATIN HERITAGE FOUNDATION por su tesis doctoral "Terapia wittgensteiniana".