La comprensión ontológica 25

Estoy hecho de fuego.

Entré a la Escuela Nacional Preparatoria número 4 en Tacubaya, mi primera opción y su cercanía con Chapultepec completó mi decisión; elegí el horario de la tarde por mi concurrente insomnio y, pensando todo el tiempo en la destrucción de mi anterior colegio, las noches eran sometidas por una ansiedad históricamente brutal.

—No puedes cambiar el pasado, hermano.

—Pero puedo re-interpretarlo.

Hay un vacío, un vacío total, un abismo determinante en mi perspectiva existencial de antaño. Son los años nietzscheanos, volviéndome loco y, progresivamente, espiritualmente dionisíaco. ¿Qué es lo que quieres? Ya lo sabes. ¿Sigues con tu sueño de irte a vivir al mar? Y escribir. ¿Filosofía? Lo único que quiero. ¿Qué te lo impide? También lo sabes. ¿Aún temes por lo del castillo? Pienso mucho en el incendio.

—¡Tú no hiciste nada!

Eran jornadas oscuras, tardes grises y noches desoladas tras caminar todo el día, observando todo el tiempo y vislumbrar sereno, solitario y, desde el cielo del pensamiento, mi espíritu aislado por completo. ¿Qué buscas? La soledad, el silencio en la búsqueda y el descubrimiento de la voluntad velada de mi alma. ¿Qué quieres? Lo que siento. ¿Qué sientes? La verdad. ¿Cuál verdad? La verdad en cuanto tal. ¡Eso no existe! Estás leyendo mucho a Wittgenstein. No hay un juego de lenguaje sobre la verdad. Disiento: la filosofía es un juego de lenguaje.

—¡No has entendido nada!

Antes de clases visitaba aleatoriamente las secciones del bosque, recargaba mi mochila en la espalda y regresaba a mi épica batalla wittgensteiniana.

—¡Lo he entendido todo!

Sus investigaciones me están volviendo loco, su clarificación es paradójica y no tengo paz mental como él predijo sino un vacío total que mi angustia se apodera con violenta ansiedad mística. Vacío de poesía.

—Vacío de seudo-problemas —me dice—, querrás decir.

—La apertura es tal que no hay nada a lo que me pueda aferrar.

—Aférrate a mi terapia y, por cierto, “de nada”.

—Nunca dije “gracias”.

—¿No?

—Aunque tu famosa “representación perspicua” es una intuición que también comparto.

—¿Ya es famosa?

—Más o menos.

—¿Yo soy famoso?

—Mucho.

Sonríe.

—¿Cuál es la naturaleza del lenguaje? —le pregunto.

—Su funcionamiento.

—Ese es tan sólo un criterio.

—¿Hay otro?

—Probablemente.

Posiblemente —me corrige.

—¿Estás contento?

Lo piensa, asiente levemente y, tras un instante, alegre me contesta:

—Sí.

Después de tres horas de lectura, anotaciones y apuntes para futuras reflexiones, partía de Chapultepec para comer algo. Me gustaba explorar cafeterías, pedir un americano y el sándwich de la casa; si el café era bueno pedía un expreso y si el sándwich sabía bien volvía al día siguiente. Así recorrí unas veinte cafeterías antes de volver a huir. Volver a huir… Huir.

¿Recuerdas?       

Llegó el correo por la mañana, la cuenta de Luz y Fuerza, de Teléfonos de México y, entre el recibo del agua y propaganda del Palacio de Hierro, una carta de mi hermano:

«Supe lo que pasó, no tienes nada de qué preocuparte y, partiendo de que entiendo el dilema en el que estás, te recomiendo seguir tus instintos primarios. Como cuando éramos niños ¿recuerdas?»

Sí.

«Y tienes que regresar a los presocráticos.»

Esa noche me sumergí en uno de sus recuerdos, él me propuso jugarle una broma a nuestro padre aprovechándonos de nuestra condición y, no obstante la inocua guasa, éste le propinó una fuerte cachetada por haberlo asustado en una sorpresa que, aunque ambos realizamos, sólo a él castigó. El golpe también me dolió, somos gemelos y meta-sensiblemente estamos conectados. Mi padre lo encerró en la habitación mientras a mí me obligaba a ver la televisión a su intimidante lado. No me gusta estar con él. Es un monstruo. Mi hermano lo odia. Yo no lo odio, le temo. Durante los comerciales se fue a la cocina, aproveché para acercarme a la puerta y, tocando precavidamente, le pregunté:

—¿Estás bien?

—Vete —me responde.

—¿Por qué?

—¡Vete!

—¿Por qué estás enojado conmigo?

No hay respuesta, llega mi padre y, de manera inesperada, me dice:

—Discúlpame por haberte pegado.

Me sacude el cabello con su mano toscamente, apaga el televisor y se retira tras el nauseabundo ruido de sus malhumorados pasos.

 

Continúa 26

Por: Serner Mexica

Filósofo por la UAM, estudió la Maestría en la UNAM y el Doctorado en la Universidad de La Habana. Fue Becario de Investigación en El Colegio de México y de Guionismo en IMCINE. En 2007 obtuvo el Premio Nacional de Dramaturgia EMILIO CARBALLIDO por su obra "Apóstol de la democracia" y en el 2011 el Premio Internacional LATIN HERITAGE FOUNDATION por su tesis doctoral "Terapia wittgensteiniana".






EL INDIO FILÓSOFO - Serner Mexica

Filósofo por la UAM, estudió la Maestría en la UNAM y el Doctorado en la Universidad de La Habana. Fue Becario de Investigación en El Colegio de México y de Guionismo en IMCINE. En 2007 obtuvo el Premio Nacional de Dramaturgia EMILIO CARBALLIDO por su obra "Apóstol de la democracia" y en el 2011 el Premio Internacional LATIN HERITAGE FOUNDATION por su tesis doctoral "Terapia wittgensteiniana".