La comprensión ontológica 29

—La armonía invisible —me dice Heráclito— es mayor que la armonía visible.

 

29.1     Observo el cielo y, sin ninguna duda interna, sé que mi corazón está completo porque la filosofía explota en mi pecho, grita místicamente las vibraciones de mi verdadero ser y, a través de un estado de inspiración existencial, vuela sobre el pensamiento entero. Así sé que estoy feliz, cuando la filosofía baila dentro de mí en su auténtica liberación como el preámbulo de la certeza. Así me siento estando con ella. Es magnífica. Así me siento sólo con verla.

—¿Tus papás? —Dalia me pregunta mientras miramos las luces de la ciudad en una noche clara sobre la azotea de su casa.

—Mi mamá nos abandonó —respondo de inmediato—. A mi hermano y a mí.

—¿Y tu papá?

—Murió al día siguiente.

Queda estupefacta en un silencio que, hasta momentos después, se atreve a romper:

—Lo siento.

—Yo no.

Otro silencio.

—¿Cómo murió?

Suspiro hondo.

—Disculpa por haber preguntado —me dice apenada.

—No, está bien. Sólo que los silencios me distraen en el recuerdo y…

Vuelvo a quedar en silencio.

—¿Y?

—Mi hermano lo mató.

 

29.2    Los días se volvieron iluminados, coloridos y ensoñaciones del mundo verdadero aún aquí en el mundo físico. Las siguientes semanas nos las pasábamos juntos todo el tiempo, nos encontrábamos en una tienda de abarrotes antes de la escuela y, siempre-siempre, llegábamos juntos a la prepa. No es porque me diera miedo enfrentar a Los Bucaneros sino porque la escuela me parecía una caja gigante sin alma, sin sentido y terriblemente fría si no estaba con ella. Con mi amiga. Mi amiga Dalia.

Compartíamos únicamente dos materias pero a ella sólo quería acompañarme a todas mis clases.

—¿Y no te quieres graduar? —le pregunto ingenuo.

—No —responde secamente.

Esa noche fuimos a unos tacos en avenida Patriotismo y, tras cavilar todo el tiempo en su aparente seriedad conmigo, le pregunté si había dicho algo que le habría disgustado.

—No —responde secamente otra vez.

Nunca la había acompañado hasta su casa, no quería y, cada vez que lo sugería, lo evitaba.

Hasta esa vez.

Vivía a tres cuadras de una de las tantas salidas del metro Tacubaya, un inmueble viejo con pasillo al centro muy profundo y decenas de viviendas por ambos lados. Llegamos hasta el fondo y, al lado de una puerta rojiza por el óxido, subimos por unas viejas escaleras a la azotea.

Nuestra vista  serena sobre la nueva Tenochtitlán, un lago oscuro invadido de millones de luciérnagas metálicas que se extiende como el mar hasta tocar el profundo firmamento.

—Gracias por acompañarme —me dice.

—No hay problema, tú sabes que-

Y me interrumpió con tremenda explicación: dejar la escuela implica para ella su sentencia a la prostitución. Quise preguntarle las razones, las causas o motivos de tan terrible disyunción; empero, sólo me dijo que con seguir yendo a la prepa lo evitaría por completo, por ello luchaba de mil maneras para dilatar el proceso.

—¿Cuánto tiempo te queda para seguirlo haciendo?

—Hasta que me obliguen.

—¿Obliguen a qué?

Me mira con absoluta condescendencia, toma mi mejilla cariñosamente con su palma abierta y, mirándome con sus profundos ojos, me dice con una voz progresivamente quebrada:

—Pero ya estoy preparada para ese momento, tú no te preocupes.

—¿Qué vas a hacer?

—Huir.

—¡Adónde!

—¿Te gusta el mar?

—Pues sí pero-

—¿Irías conmigo al mar?

—¡Claro!

Entonces me sorprende con un profundo beso mientras la iluminación aumenta sobre el fondo de una ciudad mágica, brillante y complejamente misteriosa.

Como ella.

Sus labios son carnosos, naturalmente húmedos e increíblemente suaves. Su olor es hermosa-mente indecible, como el cielo cuando llueve o la yerba con flores al amanecer y el bosque nevado sobre un cuerpo caliente que te quema placenteramente. Su piel conecta todos mis poros en el más mínimo contacto y, por supuesto, en nuestro caluroso abrazo se fusiona toda la energía del ser posesionándonos del cosmos. El espíritu del cielo, el infinito verso del tiempo y la sensibilidad total de la razón universal.

Despegó su boca, abrió los ojos lentamente y se me quedó mirando con sus místicas ojeras descendientes de algún gladiador romano. Nada puede detenerla. Su mirada me revela espiritualmente su esencia ancestral de guerrera, una heroína de la historia y una mujer fuerte, sensible y, psicológicamente, acompañada de una seguridad completa.

Me acompaña a la calle para despedirme y, ya en la esquina, volteo a verla y, al igual que cuando la conocí, me responde apuntándome con su dedo índice y, jalando el gatillo con su pulgar, me dispara otra bala imaginaria acompañada de su correspondiente beso.

          Soy feliz.

Caminaba eufórico por las calles, todos los colores brillaban y, como si fuera el elegido de una historia interminablemente legendaria, la luz asombrosa del destino me rodeaba. Las plantas me acompañaban, la gente reconocía mi felicidad de inmediato y, mientras reiteraba filosóficamente mi sensibilidad por ella, fui interceptado por dos malandros.

Lo recuerdo así:

Afloja la lana, güero. Qué pasa. ¡Esto es un asalto! No hay problema, aquí tienes mi reloj y mi cartera. ¿Y tu mochila? ¿A poco la quieren? ¡Ábrela! Puros libros, bolígrafos y cuadernos. ¿No traes calculadora? No. ¿Una grabadora, radio o algo así? No. Traes más lana ¿verdad? No. ¿Y por qué estás tan sonriente? Porque estoy enamorado.

Ambos se miran, me miran extrañados y yo simplemente remato preguntando:

—¿Ya me puedo ir?

Ambos vuelven a mirarse, vuelven a mirarme y vuelvo a insistir:

—¿Entonces ya me puedo ir?

Uno asiente, el otro aún no comprende y, extrañamente agradeciendo, me voy corriendo:

—¡Gracias!

Mi rostro, mis ojos y mi sonrisa sienten el viento que genera mi forma de correr e interactuar expresivamente con el rostro a todo aquel humano que se me cruzaba por mi camino visual.

—¡Gracias! —grito al cielo aún corriendo.

Abrí el portón de mi casa, atravesé el jardín casi bailando y, al entrar, me dirijo directamente a la cocina para beber algo cuando descubro la luz de la sala. Me asomo lentamente, especulando y descubro a mi prima Constanza acompañada del licenciado Tejada. Ella con mirada caída, él con semblante serio y los dos con expresión pesada.

—¿Qué pasa?

La fiscalía de Reno había emitido una orden de aprehensión en mi contra.

 

Continúa 30

Por: Serner Mexica

Filósofo por la UAM, estudió la Maestría en la UNAM y el Doctorado en la Universidad de La Habana. Fue Becario de Investigación en El Colegio de México y de Guionismo en IMCINE. En 2007 obtuvo el Premio Nacional de Dramaturgia EMILIO CARBALLIDO por su obra "Apóstol de la democracia" y en el 2011 el Premio Internacional LATIN HERITAGE FOUNDATION por su tesis doctoral "Terapia wittgensteiniana".






EL INDIO FILÓSOFO - Serner Mexica

Filósofo por la UAM, estudió la Maestría en la UNAM y el Doctorado en la Universidad de La Habana. Fue Becario de Investigación en El Colegio de México y de Guionismo en IMCINE. En 2007 obtuvo el Premio Nacional de Dramaturgia EMILIO CARBALLIDO por su obra "Apóstol de la democracia" y en el 2011 el Premio Internacional LATIN HERITAGE FOUNDATION por su tesis doctoral "Terapia wittgensteiniana".