Ser y Devenir 36

¿Tienes miedo de morir? No. ¿Por qué? No lo sé. ¿Quieres morir? No. Pero no te importa. ¿Cambiaría en algo si me importara? No. Entonces deja de estar chingando. ¿Pesimista? Realista. Realidad pesimista. Simplemente la realidad. ¿Schopenhauer? Ese güey es el rey del optimismo comparado conmigo.

Desperté relajado momentos antes del amanecer, por la noche nos cubrimos con una lona que tapaba dos tambos de basura y que puse al reverso entre dos arbustos; nos protegió del frío y el rocío. Estiré mis piernas recordando los restos del sueño, pero no recordé nada y sentí a uno de los cachorros moverse por mis pies. Era el negro, quien bostezó para luego acomodarse en mi brazo. ¿Y tu hermano? Estaba a un lado de mi cadera, quise cargarlo pero mi mano sintió la dureza de su muerte. El cachorro negro se acercó y se puso a chillar mientras lo olfateaba.

Cavé una pequeña fosa con mis manos, lo enterramos al pie de un árbol y nos retiramos llorando. Salimos del parque arrastrando el alma y caminamos por horas bajo los puentes grises del alba. Luego un parque, nos echamos en el pasto y el cachorro se puso a buscar comida. ¿Otra vez a comer basura? Pareces puerco. Pero un puerquito bonito. Así te voy a decir, Puerquito. Me voltea a ver lamiéndose los bigotes de desechos y continúa comiendo. Llega la noche y aún no tengo hambre.

—¡Fuera de aquí! —me despierta el altavoz de una patrulla a unos metros de distancia—. ¡Muévanse, muévanse, aquí no pueden estar!

Sujeto el arma por si acaso mientras nos alejamos, Puerquito brinca al suelo y una marometa en el suelo. Quiero cargarlo pero se niega, quiere caminar. Siento la cercanía de las luces de la patrulla que lentamente nos viene siguiendo. Faltan unos cincuenta metros para la siguiente cuadra, adonde saldré huyendo, pero camino tranquilo y lento, cualquier acción errática delataría mi identidad de prófugo. Faltan veinte metros. La patrulla acelera y se me empareja. Puerquito les ladra.

—¿Dónde vives? —me pregunta el copiloto.

No digo nada, sólo señalo con el dedo. Ahí adelante.

—Vamos a revisarlo —escucho que dice el otro y suena la torreta, pero yo no me detengo y sigo caminando. Faltan cinco metros.

—¡Detente ahí, cabrón!

Dos metros.

—¡Qué te detengas, pendejo!

Al llegar a la esquina doy vuelta y corro con todas mis fuerzas. Puerquito me sigue mientras la patrulla apenas se enciende con su canto de sirena. Llegamos a la otra cuadra y corremos en sentido contrario. Nos metemos a una vecindad y nos ocultamos entre un conjunto de viejo tinacos. Nadie nos ha visto. Nos quedamos ahí hasta la madrugada, yo pensando en todas las posibilidades para la huida y Puerquito mirándome todo el tiempo, limpiándose todo el tiempo los bigotes. Más basura para el puerco. Esperamos un par de horas para salir. Nadie en las calles, no obstante, nos ocultamos debajo de un puente. En una esquina oculta por la oscuridad hay un hueco perfecto para esconderse, protegerse y sobrevivir. Ya tengo hambre.

Me quito la bata, manchada de basura y tierra, y tapo a Puerquito dejándolo dormido mientras voy a buscar comida. A unos quinientos metros hay un McDonald’s, siempre hay sobras; pero te tienes que ocultar, nadie puede ver que andas husmeando en los contenedores porque llega la policía. Sin embargo, no tengo ningún problema y puedo cargar con cuatro hamburguesas y un vaso de refresco a la mitad antes de que el velador llegara con sus amenazas. No quiero comer nada hasta llegar con Puerquito, me preocupa que despierte y no me encuentre.

Dos ancianos indigentes me miran fijamente, uno agarrando a Puerquito por el cuello y el otro amenazándolo con un picahielo.

—¡Dejen a mi perro!

—¿Qué traes ahí? —dice uno.

—¿Lo quieren? —pregunto—. Es todo suyo, pero regrésenme a Puerquito.

—¿A quién?

—¡A mi perro! Denme a mi perro y les doy todo lo que tengo.

Ambos se miran, sonríen y me miran.

—Va.

Les aviento las hamburguesas esperando que suelten a Puerquito. Pero no lo hacen.

—¡Denme a mi perro!

Se ríen de mí.

—¡Suelten a mi perro!

Le acercan el picahielo como si le fueran sacrificar por el cuello. Puerquito llora.

—¡No le hagan nada!

Ambos se ríen a carcajadas.

¡Bang!

Una bala perfora la frente del anciano armado y cae de espaldas mientras el otro me mira sorprendido. Le apunto y se hinca soltando a Puerquito.

—No me mates…

—No te voy a matar. No soy un asesino. Lo anterior sólo fue en defensa propia.

Le confisqué, por daños y perjuicios, su carrito del súper y, luego de vaciarlo de sus porquerías, puse periódico y acomodé a Puerquito. Él ya tiene cama y yo ya tengo carro.

Nos alejamos hacia el oriente y nos ocultamos debajo de otro puente. Esta vez llegué disparando para ahuyentar a todos los posibles malandros. Efectivamente, tres salieron huyendo de sus madrigueras y momentos después salió toda una comunidad subterránea agradeciendo mi oportuna llegada.

Puerquito y yo dormimos sobre un colchón que la banda gentilmente nos ofreció. También comida, pero sólo él comió; a mí se me volvió a cerrar el estómago.

No he comido nada en tres días.

 

Continúa 37

Por: Serner Mexica

Filósofo por la UAM, estudió la Maestría en la UNAM y el Doctorado en la Universidad de La Habana. Fue Becario de Investigación en El Colegio de México y de Guionismo en IMCINE. En 2007 obtuvo el Premio Nacional de Dramaturgia EMILIO CARBALLIDO por su obra "Apóstol de la democracia" y en el 2011 el Premio Internacional LATIN HERITAGE FOUNDATION por su tesis doctoral "Terapia wittgensteiniana".






EL INDIO FILÓSOFO - Serner Mexica

Filósofo por la UAM, estudió la Maestría en la UNAM y el Doctorado en la Universidad de La Habana. Fue Becario de Investigación en El Colegio de México y de Guionismo en IMCINE. En 2007 obtuvo el Premio Nacional de Dramaturgia EMILIO CARBALLIDO por su obra "Apóstol de la democracia" y en el 2011 el Premio Internacional LATIN HERITAGE FOUNDATION por su tesis doctoral "Terapia wittgensteiniana".